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Sucre: El Refugio del Enigma

Actualizado: 1 sept 2023

Por Harold Kurt



Observaba cómo caía la tarde a través de la ventana de la cafetería. Desde el segundo piso, se podían contemplar las hermosas casas de estilo colonial de Sucre. Me encontraba en el centro de la ciudad. A pocos metros, se divisaba claramente el campanario de la Catedral, bañado por una suave luz esmeralda proyectada por los reflectores. Unos días atrás había llegado a la ciudad.

Antes de viajar, fui invitado a participar en algunas actividades literarias, pero, al llegar, recibí otra de carácter especial, una propuesta que me pareció muy intrigante. La invitación por WhatsApp solo decía que se trataba de una reunión privada para conversar temas afines. No sabía a qué se referían.

Quedamos en vernos con mi anfitriona antes de la reunión. Ella era una escritora versada en la investigación y en la literatura lírica. Llegué con veinte minutos de anticipación. Pedí un café americano y, aunque llevé una libreta de anotaciones para escribir mis pensamientos, al final solo me quedé contemplando el paisaje urbano que se desplegaba ante mis ojos. Pasando de la contemplación del paisaje urbano, me sumergí en la intrigante propuesta que me esperaba en la reunión privada. Argelia llegó puntual. Su mirada penetrante y cabello oscuro como la noche, transmitía el peso de vastos conocimientos de sabiduría ancestral.

—Disculpa, creo que me demoré unos minutos, la reunión literaria se extendió un poco y me apresuré —me dijo Argelia al llegar. Nos saludamos. Colgó su bolso en el espaldar de la silla y sacó un libro. Tomó asiento.

—No te retrasaste, llegaste puntual —le dije.

—Gracias, no me gusta ser impuntual. Te traje esto —me dijo, al tiempo que me pasaba un libro titulado Alce Negro habla.

—No lo conozco, ¿de qué trata? —le pregunté con curiosidad, mientras ella respondió con cierta emoción.

—Habla de un chamán Lakota que pidió al autor del libro, John G. Neihardt, que contara su historia. Al principio fue un escrito espiritual poco conocido que, años más tarde, fue redescubierto por Jung y mandó a traducirlo al alemán. Te mencioné que había investigado sobre el tema. ¿Lo recuerdas? Luego te la puedo compartir.

En ese momento, su celular comenzó a vibrar constantemente, interrumpiendo la conversación.

Me están llamando para pedirme información, pero no les responderé. La reunión ya terminó y no es horario de trabajo. Voy a silenciar mi celular. ¿Y tú, cómo estás?

—Bastante bien, aunque el día fue ajetreado. Esta ciudad es muy especial. Me gusta contemplar las casas coloniales de fachadas blancas con techos de teja naranja. Se respira mucha historia en sus calles. Pero también en la noche hay lugares un poco sombríos y se siente una energía extraña.

Llegó el mesero a pedir la orden y ella pidió un té chai. Mientras el aroma del café fresco rodeaba el aire, Argelia comenzó a relatar las leyendas que hablaban de los poderes ocultos que yacían en las profundidades de Sucre.

—En esta ciudad hay muchas energías de diferentes tipos, también hay fantasmas, por si no lo notaste —dijo ella observando el fondo de la sala.

—Las casas son muy antiguas —le comenté pensativo—, quién sabe cuántas personas habrán muerto en cada una de ellas.

Argelia levantó la mirada y contempló a su alrededor, hacia el techo y dijo:

—Aquí mismo hay una presencia. Las hay en muchos lugares también. Las veo algunas veces. En el castillo de la Glorieta, por ejemplo, en ausencia de personas, se escuchan ruidos extraños. Una noche, pasábamos por ahí con unos amigos y vi a una mujer parada en una ventana. Por supuesto, no había nadie en el Castillo, me refiero a nadie vivo. Era una presencia sobrenatural.

—¿Y qué hacían en ese lugar?

Argelia se arregló el cabello mientras me respondió, mirándome a los ojos.

—Estábamos investigando algo, pero todavía no me hagas preguntas sobre esos temas. En esa ocasión nos acompañó Adriel. Ya lo conocerás. Es un hombre muy especial, ya tiene una edad avanzada y ahora se dedica a la investigación. Nuestra amistad no necesariamente implica a que estemos de acuerdo en todo. Disentimos en algunos asuntos. Pertenece a una agrupación a la que yo no asisto, por supuesto. Tiene muchas ganas de ayudar y aporta bastante en el ámbito cultural.

—¿Se llama Adriel? Qué nombre más extraño.

—¿Te parece extraño? Sí… lo es. No solo su nombre, sino él también. Aunque ese no es su verdadero nombre. Lo utiliza como un seudónimo.

Levantando la taza de té, siguió observando hacia un rincón del techo como si mirara algo. Un aura de inquietud se sintió entre nosotros.

—Te noto extraña, ¿te inquieta algo de este lugar?

—El lugar es agradable, pero hay una presencia aquí que me molesta. ¿Ya terminaste tu café?

—Me falta un sorbo.

—¿Podemos irnos, por favor? No me siento cómoda aquí —dijo, mientras seguía viendo alrededor. Hay algo rondando por aquí. Una figura sombría ingresó al lugar, sus ojos transmiten una advertencia silenciosa. Mandaré un mensaje a Adriel. Le dije que te presentaría esta noche y ya estamos en camino.

Mandó el mensaje y esperamos un rato.

—¿Vamos? Ya me respondió. Nos esperará en su casa. Tomaremos un taxi en la avenida Venezuela, cerca de la Fuente del Bicentenario.

Al salir, busqué un taxi.

—No todavía —me pidió, señalando una calle—. Él estará en su casa en cuarenta y cinco minutos y en taxi llegaremos en diez. Si gustas, caminamos un poco, vamos por allá.

Asentí con gusto. Las sombras de la noche se extendían por las calles empedradas de Sucre y yo no dejaba de imaginar las historias que se ocultaban en cada tienda, cafetería y bares que se vislumbraban al pasar.

—Me dijiste que conoces poco sobre la ciudad —continuó—. Aquí cerca, en la Iglesia de San Francisco, hay una cripta donde se encuentran los restos de los fundadores. A decir verdad, en todas las iglesias hay criptas, algunas tienen osarios muy antiguos.

—Me parece que la idea de la muerte no es tan ajena en esta ciudad.

—Ni la de los antepasados. Sí… aunque no se hable abiertamente, se puede percibir en la vida cotidiana. Todavía se respira la vida ancestral en estas tierras. Los nativos norteamericanos también veneraban a los ancestros. El pueblo Hopi decía que los Kachinas eran seres de las estrellas que llegaron a enseñar a su pueblo las artes de la vida espiritual y material. Observaban, por ejemplo, las estrellas, las Pléyades y el cinturón de Orión. Era un pueblo muy especial y místico. Hopi significa ‘gente de paz’. Pero las personas no comprenden estas cosas.

—Si les mencionas eso creerán que estás hablando de ovnis.

—Sí. Las personas de nuestra época piensan de manera extraña y equivocada. Jung cuenta que un indio Hopi le dijo que el hombre blanco estaba loco. Cuando Jung le preguntó el porqué, el indio Hopi respondió: “Porque el hombre blanco piensa con la cabeza”. “¿Y cómo piensas tú?", le preguntó Jung. "Nosotros pensamos desde aquí", le dijo. —Inmediatamente, Argelia apuntó con su índice hacia mi corazón.

—Lo entiendo. Hay conocimientos del corazón y otros de la cabeza. En términos más modernos, los llamaríamos conocimientos intelectuales y emocionales.

—Pero estos conocimientos de los que hablamos son del corazón. Se cree que los pueblos antiguos estaban formados por gente tonta, nada más contrario a la realidad. Aunque no tenían el tipo de tecnología que ahora tenemos, ellos poseían otros conocimientos que las personas actuales, incluso las más educadas, desconocen. Parece que, en la antigüedad, el conocimiento espiritual era más vasto que el actual. Imaginamos que las personas estaban limitadas por la falta de tecnología, pero, diversos descubrimientos a lo largo de la historia nos demuestran increíbles avances en todas las áreas, que asombran por su exactitud o incluso por su aparente imposibilidad, y que resultan comunes y corrientes en los avances actuales y hasta menos eficaces que sus antecesores.

De repente, se detuvo.

—¿Qué sucede?

—Ya hemos llegado a la Avenida Venezuela. Podemos tomar un taxi desde aquí. Faltan diez minutos para la hora acordada. Llegaremos a tiempo.

Dejando atrás la conversación sobre los conocimientos ancestrales y la espiritualidad, nos encaminamos hacia la casa de Adriel. Al salir del taxi, pude ver claramente una casa blanca de dos pisos que conservaba el estilo colonial. La puerta de entrada, grande y sólida, tenía un aldabón en forma de león.

Un escalofrío recorrió mi espalda, como si presintiera que algo inusual estaba por suceder.

Argelia se adelantó un poco para golpear la puerta, pero antes de hacerlo, un hombre alto de cabello plateado, barba bien cuidada y ojos penetrantes abrió la puerta. Besó la mano de Argelia y nos dijo que nos esperaba, invitándonos a acompañarlo. No hubo presentaciones, eso de "fulano, te presento a tal o cual". Y aunque mi amiga no me lo dijo, me di cuenta de inmediato de que era Adriel.

Caminamos por un pasillo iluminado con una luz tenue hasta llegar al umbral de una gran puerta que tenía en la parte superior un emblema en forma de sol. Antes de entrar, Adriel se detuvo y pronunció unas palabras:

—Señor, te saludo, fuerza grande, de gran poder, el mayor entre los dioses, Helios, señor del cielo y de la tierra, dios de dioses; poderoso es tu aliento, poderosa es tu fuerza, señor.

Ingresamos a una gran sala de amplios ventanales que emanaban una sensación de misterio. Los muebles antiguos contribuían a esa atmósfera. Al igual que los cuadros en las paredes y una imponente biblioteca. Era evidente que Adriel tenía gustos peculiares.

—Es un placer conocerte —dijo Adriel dirigiéndose a mí—. Argelia me ha hablado mucho sobre ti. De alguna manera, no es una coincidencia que hayas llegado aquí; tarde o temprano tus búsquedas te habrían traído a este lugar. De hecho, estaba escrito desde el momento de tu nacimiento. Me comentó Argelia que eres escritor.

—Intento serlo. He abordado algunos temas de interés, quizás no apreciables para el gran público, pero trato de ayudar en el esclarecimiento. Por supuesto, ser claro y legible es un don, que creo no poseer, pero hago lo que puedo. También es un gusto conocerlo.

—No es necesario que seas tan modesto. Estamos entre amigos. ¿Quieres una copa? —dijo Adriel, mientras servía un líquido oscuro de una botella de cristal, que supuse que era vino—. Este es un vino muy especial, lo elaboran en un viñedo de Tarija, bueno... eso asegura la persona que me lo trae. Aunque yo sé que viene de Camargo. A nuestra amiga no le sirvo porque sé que no toma alcohol. Pero también tengo un exquisito té de frutas que estoy seguro de que te encantará, Argelia.

—Lo que gustes, para mí está bien —dijo ella—, esta es una ocasión especial y aceptaría una copa.

Adriel nos pidió que tomáramos asiento y continuó:

—Bueno, brindemos por la compañía de dos escri… Perdón, Argelia me dijo que ese título es un gran honor que no se debe otorgar a cualquiera. Se los daría con gusto a ustedes, pero sé que a ella le molestaría.

—No es para tanto, Adriel. Solo que ese oficio está sobrevalorado en la actualidad. Hace años, al menos, se hacía una diferencia entre escritor y escribidor. Hoy en día, cualquiera ostenta el título de escritor.

—Lo sé. Y dime, mi estimado amigo, ¿piensas escribir sobre este encuentro? —preguntó Adriel, mientras levantaba un libro de la mesa de centro.

—No lo había considerado, pero si ustedes me lo permiten podría escribirlo —respondí.

—Claro que sí, pero me gustaría pedirte una única condición: que no menciones nombres reales. Puedes usar nuestros nombres ‘espirituales’. Aquí en Sucre, pertenezco a una agrupación que se remonta a los tiempos de la fundación de nuestra patria, y solemos usar el nombre que por gracia del altísimo nos ha sido entregado. Aunque pensándolo bien, si mencionaras nuestros verdaderos nombres, nadie te creería. Ja, ja, ja.

La risa estruendosa de Ariel nos contagió de inmediato.

El sonido de la puerta principal que se abría y cerraba, junto con el tintineo metálico de unos tacones, anunció la presencia de una mujer que se acercaba a la sala. Abrió la puerta de la sala, pero no ingresó. Era alta, de cabello castaño y ojos claros. Nos saludó y luego cerró la puerta.

—Ella es Idalia —nos dijo Adriel—. Quizás no es tan voluptuosa como Argelia, pero también es muy inteligente y una delicia en el amor. A ella le debo mis felicidades eternas.

—Gracias por el cumplido, tú siempre tan bromista—inquirió Argelia—. Solo por ser mi amigo te lo permito. Nunca me hablaste de ella. Es una hermosa mujer.

—Es argentina, de padre boliviano, aunque tiene un alma griega, quizá egipcia —respondió Adriel—. No hace mucho que nos conocimos. Posiblemente ha vivido desde tiempos remotos tanto como ustedes y tiene, por supuesto, el brillo de largos siglos que iluminan sus ojos. Aunque tú has sido bendecida con el rayo norteamericano y escribes sobre ello.

—Me halagas demasiado, solo quiero transmitir en mis escritos algunas sensibilidades e imágenes que me llegan a través de la intuición —comentó Argelia.

—Querido amigo —prosiguió Adriel dirigiéndose a mí—, Argelia es una pitonisa, aunque es demasiado modesta para admitirlo. Transmite mensajes de otros planos a este mundo materialista para bien de la humanidad. Permíteme mostrarlo, ella lo dice también, aunque de manera velada.

Me pidió que lo acompañe a uno de los anaqueles de la biblioteca del que extrajo un libro.

—Este es un libro de ella —señalando un poema del libro que lo leyó con cierta solemnidad:

«Por El Camino de la Calavera

ellos vendrán...

con el crepitar del vendaval

y con su silencio

dicen que viven en el alba

no los he visto...

aún no

sé que están allá

esperando por mí

y algún día

podrán llevarme con ellos

pero hoy no

todavía estoy agonizando

tal vez... tal vez

mañana.»

—Como verás ella se conecta con seres de este y de otro mundo. O este otro poema:


«En La Casa de la Piedra Eterna

a la que siempre regreso en mis sueños

enredaderas de hongos recubren los arcos

que giran retorciendo su carcasa…

En La Casa de la Piedra Eterna

ellos caminan o están quietos

siempre ignorando a las almas perdidas

como yo jamás podría hacerlo

pues sólo un muerto... reconoce a otro muerto.»

—¿Qué opinas? Al que tiene oídos para oír… ¿Les parece si pasamos a mi estudio? —solicitó Adriel.

Dimos unos pasos hacia una puerta a un costado de la sala para ingresar al estudio. Un escritorio, un par de sillones de cuero y muchas figuras simbólicas descansaban sobre varias repisas.

—¿Tú sabes por qué viniste a esta ciudad? O sería mejor preguntar, ¿Sabes por qué te invitó Argelia? —preguntó Adriel al tiempo que buscaba algo en una repisa.

Miré a Argelia intentando encontrar la respuesta, pero ella permaneció en silencio.

—Vine por una invitación a la feria para promocionar mi libro —respondí.

—Claro que sí —interrumpió Adriel—, pero el destino tiene también otras intenciones con nosotros. Argelia me había mostrado tu libro antes de que vinieras y te reconocí como amigo de tiempos remotos por algunos símbolos que mencionas. Sabía que podía conversar de algunos temas contigo. En ese momento no dudé en pedirle que te trajera. Al respecto, ¿estudiaste los símbolos del escudo de Chuquisaca?

Le respondí que no, pero alguna vez cuando lo vi, intuí sus significados.

¿Reconoces este símbolo?

Me mostró una cruz roja cuyos cuatro brazos son iguales, similar a la cruz griega.

—Sin duda —le dije—, es la cruz templaria.

—¿Cómo lo sabes?

—Los brazos son más anchos en sus extremos.

—Mira el escudo de Chuquisaca.

Le comenté mis apreciaciones. Se notaba claramente la cruz templaria; las torres, símbolos del hombre que debe permanecer vigilante y virtuoso en lo alto. Las columnas no eran otras que los pilares de la puerta de ingreso al templo.

—Bien lo dijiste, querido amigo —afirmó Adriel. Hubiera sido muy obvio que tuvieran inscritas la ‘J’ y la ‘B’. En el aniversario del departamento hicieron una nota de prensa comentando sobre los símbolos del escudo. Dijeron que eran pilares coloniales, que la cruz la incluyeron por la época cristiana, que los cerros simbolizaban las riquezas y que las banderas eran las réplicas de las velas de las naves de Colón. Ja, ja, ja.

Su risa estrafalaria inundó nuevamente el lugar.

—Deberías disculparlos —dijo Argelia—. No tienen la culpa de desconocer la verdad detrás de esos símbolos y la creación de este país.

—Claro que la tienen —inquirió Adriel—. Indoctos a musis atque a gratiis abesse. Hay una guerra de tipo ideológica en esta ciudad y en este país. Los seguidores de las sombras quieren destruir las tradiciones y los símbolos. ¿Se dieron cuenta de cómo estas ideologías antihumanistas inundan nuestro país? Quieren esclavizar tanto nuestros cuerpos y nuestras almas. Lo peor que pueden hacer es mantener a el pueblo en la oscuridad de la ignorancia. A propósito, ¿fuiste al castillo de La Glorieta?

—Todavía no.

—Deberías ir, te será muy agradable. Pero visítala con esa mirada investigadora que tienes. Encontrarás símbolos interesantes. Se equivocan aquellos que creen que solo los pusieron ahí como decoración porque son bonitos. En una ocasión fuimos con Argelia y otro grupo de investigadores y encontramos secretos fascinantes. Lamentablemente, en el transcurso de los años ha sido desmantelado de una manera grotesca. Ya no se encuentran los colores originales y muchos de los elementos que poseía. Nuestra amiga también descubrió que los 'espíritus' todavía cuidan ciertos lugares, no solo en La Glorieta, sino también en muchos otros de Sucre.

Todavía conversamos un poco más sobre símbolos y leyendas populares. Fue una velada agradable. Adriel nos llevó en su auto. Dejamos a Argelia en su casa y luego me despidió en mi hotel.

Los siguientes días que me quedé en esa ciudad, me invitaron a varias reuniones, tertulias y charlas en algún café, donde conocí a personajes interesantes, incluso algunos con cargos políticos muy altos.

El último día, por la noche, sentado en la plaza principal, observaba a las personas transitar. Entre heladerías y tiendas de chocolates, nadie se imaginaría la otra Sucre que habita en la misma ciudad. Me llevé los recuerdos de sus calles, sus habitantes y la sensación de haber vivido una experiencia única. Recordaré la dualidad encantadora de esta ciudad, capaz de sorprender a aquellos espíritus arriesgados que se animan a desentrañar sus maravillosos misterios.

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