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Silencio en el alma

Actualizado: 31 ago 2023





Se llamaba Joana. Tenía treinta años y estaba enamorada, de la vida, solía decir. Pero cuando miraba a una pareja, suspiraba de tal manera que daba a entender que no era un suspiro por la vida, algo abstracto, algo ideal; ese suspiro tenía un nombre y apellido, o quizá dos nombres y apellidos. Parecía evocar no solo uno sino varios recuerdos. Es posible que hasta evocara nombres de amores, de amigos, principalmente de amores, tres o más, quién lo sabe.

Caminaba hacia el centro de la ciudad y, al pasar por un pequeño mercado, compró una manzana. En la esquina de una calle, donde había unas gradas y flores decorando la entrada de una casona, se sentó y, comiéndose la manzana, pensaba quizá en un amor, en Martín quizá, a quien no veía en mucho tiempo y de quien dijo que jamás logró olvidarlo, también podía ser Pablo o Juan Carlos, quién lo sabe. Aunque lo que recordaba la ponía contenta. Sonrió un poco, cubriéndose la boca, ocultando su hermosa sonrisa ante la mirada curiosa de algún transeúnte que al verla reír podía considerarla trastornada, loca o incluso algo peor...

En el horizonte, el cielo se oscurecía y las nubes grises indicaban que una lluvia cubriría la ciudad. Joana tomó su bolso y, colgándolo en su hombro, comenzó a caminar. Llegó a la avenida principal, al corazón mismo de la ciudad. Le gustaba caminar por aquellas calles, las plazas, ver los cafés, los restaurantes, las mesas en las aceras, la gente conversando. En una de ellas, un joven le entregaba una rosa a una muchacha. Joana los miró con ternura. Quizá se imaginó que esa muchacha podría ser ella misma, aunque el joven, por supuesto, sería otro, Martín que se perdió un día o tal vez Pablo que se casó y se fue a España. Pablo, sí, el segundo gran amor de Joana.

Ella escribía en sus momentos libres, un diario, donde confesaba sus sueños e incluso sus deseos íntimos, pasiones ocultas. Estaban escritos sin orden alguno. Si alguien, por casualidad o por interés mórbido, hubiera leído el contenido, fácilmente hubiera confundido los deseos imaginarios con los hechos reales. En otras palabras, en aquel diario no se podía distinguir lo falso de lo verdadero.

Una vez Joana escribió en su diario acerca de un sueño. Ella era una princesa, con castillos, brujas y todo aquello, incluía, por supuesto, una maldición. Ella quería ser una princesa y no solo en un cuento, sino en la vida real y matar, sin lugar a dudas, a todas las brujas que había encontrado en su camino o mejor aún, encargar la sangrienta tarea a su príncipe azul.

Se sentó en una mesa y pidió un café, todavía los rayos del sol iluminaban el lugar, aunque sabía que pronto caería una lluvia. Ella disfrutaba del momento, ya que pocas veces salía sola, pero en esa ocasión sus dos pequeñas hijas estaban en casa y su abuela las cuidaba. No estaba casada ni lo había estado nunca. Luego de vivir con alguien que más que alegrías le llenó de tristezas, retornó a la casa de su madre, con quien no la pasaba tan mal, pero tampoco tan bien. Aquella separación con el padre de sus hijas la había afectado muchísimo, tanto que en más de dos ocasiones una crisis nerviosa la postró en la cama de un hospital. Intento de suicidio, dijo el doctor. Barbitúricos una vez y un anticoagulante, la segunda. No le atraía la clásica, la de la bañera, agua tibia y sangre mezclándose con el agua y manchas rojas por todas partes. En primer lugar, porque no tenía bañera y en segundo lugar, porque pensar en la sangre la horrorizaba. Desde que salió de la crisis, fumaba cigarrillos o comenzó a fumar para salir de la crisis. En todo caso, fumaba demasiado. En apenas dos minutos que esperaba el café, terminó dos cigarrillos y encendió otro mientras se tomaba el destilado. Su rostro cambió de pronto al ver en una de sus mangas un par de cabellos. Inmediatamente, se levantó y fue al lavabo. Escudriñó frente al espejo.


Revisó su cuero cabelludo y descubrió que sí, efectivamente, lo estaba perdiendo. Golpeó el espejo con la palma y apoyó la frente junto a su reflejo mientras balbucía algo que podía entenderse como: maldición. Recogió su larga cabellera y, luego de hacerse un moño, maquilló su rostro demacrado, abrió un poco su escote y fue a sentarse a la mesa para terminar el café.


Era hermosa, después de todo, tenía treinta años o un poco más, eran pocos para destruir el rostro de una mujer. Con el cabello recogido, el color miel de sus ojos se veía encantador. Tenía las pestañas largas y las mejillas sonrosadas. Marcó en su celular el número de Armando, un hombre en quien encontraba refugio y hasta amor en sus momentos de soledad, aunque hacía mucho que no lo veía.

¿Joana?, preguntó él. Sí, soy Joana, dijo ella. ¿Por qué me llamaste?, preguntó un poco nervioso. ¿Quería verte?, dijo ella. Hoy no. ¿Por qué? Porque estoy con mi novia Clara, la conoces, nos reconciliamos hace poco, dijo casi susurrando. Lo siento, llamé en un mal momento, dijo ella, adiós. Espera, Joana, te extraño. Yo también. Veámonos mañana. No lo sé, mañana no lo sé, dijo ella. Yo te llamaré, dijo él. Cuídate, respondió ella.

Joana cortó la llamada y dejó de sonreír, cambió de expresión, parecía frustrada.

Algunas nubes cubrieron parcialmente la luz del sol y Joana decidió marcharse. A unas cuadras del lugar, ingresó a un Piano Bar. No había muchas personas y se sentó en una mesa. Pidió un San Mateo. De una mesa del fondo, una pareja se levantó y fue al centro de la sala para bailar, no sin antes pedir al pianista que interpretara una canción.

Con gran elegancia, el hombre tomó de la cintura a su compañera y, envueltos en las nostálgicas notas del tango, comenzaron a bailar. Ella movía una de sus piernas bien contorneadas y hacía figuras mientras él apoyaba su mejilla al de ella y, lentamente, al compás de los arpegios, iban girando lentamente, guiados por la música de "El Choclo" que habían pedido antes de bailar. Joana los miró emocionada.

Cuando terminaron, Joana aplaudió con frenesí y se pidió otra copa de San Mateo. Una melódica música continuó y un nuevo suspiro salió del pecho de ella. Como diría Oscar Wilde: "la música nos revela un pasado personal que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no nos ocurrieron y culpas que no cometimos". Ella sacó el celular y llamó a una amiga quien le dijo que no podía verla, saldría de compras con su madre. Joana quedó pensativa y, en apariencia, frustrada.

Salió del Piano Bar y un viento frío le estremeció el cuerpo. Había llegado la noche. Caminó rumbo a su casa frotando sus manos y luego cruzando los brazos. En una plazuela cerca de donde vivía, una pareja de enamorados se besaba y Joana se detuvo a unos metros para observarlos. Escuchó las risitas y entre beso y beso escuchó, o creyó escuchar, hasta un cierto suspiro de alegría o de placer. Ella vio que el muchacho abrazaba apasionado a su novia y, mientras la besaba, Joana se tocó sus labios con los dedos. Luego reaccionó de aquel ensueño y siguió caminando. Un relámpago iluminó el cielo y ella apresuró el paso.


Llegando a su casa, sacó una llave y abrió la puerta. Desde la calle podía verse que las luces de la sala se encendían y un tango se empezaba a escuchar desde la casa de Joana. Casi de inmediato se apagaron las luces de la casa, pero la música siguió tocando. Al final del tango se escuchó que Gardel cantaba:


Silencio en la noche

ya todo está en calma

el músculo duerme

la ambición descansa

un coro lejano

de madres que cantan

mecen en sus cunas

nuevas esperanzas...

Silencio en la noche

Silencio en las almas



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