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Rituales de sábado por la noche





El lápiz daba vueltas entre sus dedos, caía al suelo, lo recogía, volvía a girar y caía otra vez. El examen de Física I estaba resuelto desde hacía quince minutos. Primer año de universidad. Le había resultado fácil, pero quedarse sentado era su forma de no llamar la atención. "El éxito solo lo logran los disciplinados". La voz de su madre resonaba nuevamente, repitiéndose como un eco en un túnel. No necesitaba estudiar demasiado; leer le bastaba. Pero eso de buscar el éxito... Bah, los éxitos eran humo, pensaba. No aguantó más. Sus compañeros tardaban demasiado. Se levantó con determinación y caminó hacia el escritorio. Sintió las miradas curiosas de sus compañeros, pero las ignoró. El catedrático tomó el examen sin apuro, como quien lee un telegrama que ya conoce de memoria. Luego lo dejó a un lado, indiferente, y, con un gesto vago, señaló la puerta.

Áxel, así se llamaba el chico. Su historia ocurrió hace muchos años, allá por los inicios de los noventa. Tenía diecinueve años, era alto y flaco, con esa delgadez que viene de la genética. Le gustaba pasar las tardes entre los estantes de la biblioteca de la universidad, leyendo y escuchando música. Se colocaba los audífonos y, escondido en un rincón, abría un libro. J. D. Salinger o S. E. Hinton: nombres que para él tenían más sentido que Física I. Mientras tanto, Close to Me de The Cure se reproducía en su Walkman como una banda sonora personal, marcando el ritmo de las páginas que leía y del tiempo que escapaba lentamente. Áxel ajustó la mochila en su hombro y salió de la biblioteca. Estaba acostumbrado a esa rutina: clases, lectura, algo de música y, de vez en cuando, una pausa para mirar el movimiento incesante de la ciudad desde la ventana de algún aula vacía.

—¡Áxel! —gritó una voz detrás de él, rompiendo su concentración.

Fabián se acercó corriendo. Llevaba su chaqueta negra de siempre y esa sonrisa que nunca desaparecía de su rostro, como la de quien ha ganado un sorteo.

—Fiesta el sábado. ¿Qué dices? Será en mi casa. Música, cerveza, invitaré a algunas chicas de medicina. ¿Te paso a buscar?

—Tengo un examen el lunes —respondió Áxel, desganado.

—¿Ah, no? ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Quedarte encerrado con tus libros? Mírate, Áxel. Ya estás viejo, hombre. Ya estás viejo.

—Está bien, Fabián. ¿A las ocho te parece? Iré a tu casa.

—Ahí nos vemos —respondió Fabián, cruzando la calle con apuro.

Sábado, nueve de la noche. Áxel llevaba una hora en la fiesta. La música retumbaba en las paredes mientras él bailaba con una de las chicas de medicina. No recordaba su nombre, pero tampoco le importaba. El bajo de la música se sentía más fuerte que las palabras, y eso era suficiente. Ferdinand, el DJ, estaba en su rincón con los equipos. Trabajaba en una discoteca, pero esa noche se había ofrecido a animar la fiesta por ser amigo de Fabián. Llevó sus discos y mezclaba como si estuviera en un club lleno, no en una sala con una docena de estudiantes y un sofá maltratado. Áxel se detuvo un momento, sudando, con la respiración entrecortada. Se dejó caer en una silla junto a la mesa de cervezas. Miró a Fabián, que reía y hablaba con todos, como si fuera el dueño del mundo.

—¡Áxel, acércate! —le llamó Fabián desde el otro lado de la habitación—. Te presento a Ferdinand, el alma de la fiesta.

Áxel se acercó y estrechó la mano de Ferdinand, quien sonrió ampliamente.

—¿Qué tal, Áxel? Llámame Ferdi. Fabián me dijo que te gusta la música —dijo Ferdi, señalando su colección de vinilos, una extensa fila de discos de remixes importados de Norteamérica.

Áxel, fascinado, comenzó a revisar los títulos; sus ojos brillaban al ver el diseño de cada portada.

—Esos discos son impresionantes —comentó Áxel, tocando una de las tapas.

—Y la música es aún mejor —respondió Ferdi—. Si se animan, vayan a la disco la próxima semana. Les daré entradas de cortesía.

—¿Qué te parece, Áxel? Vamos la próxima —sugirió Fabián, con una sonrisa cómplice.

Áxel asintió lentamente; la idea comenzaba a sonar más atractiva. Con una sonrisa algo desconcertada, quizá aún maravillado por los discos y las hermosas portadas, aceptó:

—Está bien, vamos.

Áxel frecuentaba la discoteca durante varias semanas. Lo que al principio era un lugar vibrante, lleno de promesas y emociones, se fue convirtiendo en un ritual de los sábados por la noche, algo predecible, casi monótono. Ferdi, siempre en su rincón con los equipos, parecía ser la única constante, pero fue el primo de Ferdi, Henri, otro DJ bastante conocido, quien empezó a captar su atención. Henri tenía un estilo diferente, menos arriesgado, más pulido, y parecía conocer a todos, como si el lugar fuera suyo. Aunque tras las mezclas, a menudo se quedaba mirando la pista con una expresión distante, como si buscara algo que nunca llegaba. Áxel a veces iba solo; otras, llevaba a Valeria, la chica de medicina que había conocido en la fiesta. Cuando la llevaba, la música cambiaba. Le permitían tomar el control del DJ set por un rato. Elegía canciones que evocaban sus tardes solitarias entre libros, mezclaba sonidos inesperados y, por un momento, parecía que la pista de baile se movía al compás de su vida. Pero no todo era música y luces.

Cada semana, lo que antes había sido solo diversión comenzó a revelarle otra faceta. Observaba a las chicas y sus parejas desaparecer hacia los baños; regresaban con la mirada vidriosa y risas desenfrenadas, como si las sustancias que consumían los hubieran arrastrado a un frenesí irreconocible. Había algo en su comportamiento, algo en sus ojos, que no podía ignorar. El sexo y las drogas, que antes parecían tabúes, se habían convertido en una rutina clandestina, casi esperada. Las mesas, siempre llenas de vasos vacíos, porque nadie dejaba ni una gota de alcohol, eran los vestigios de la noche. Las conversaciones que comenzaban con promesas de conexión se disolvían en discusiones triviales o en abrazos melancólicos y vacíos. Poco a poco, lo que antes le parecía una fiesta emocionante comenzó a transformarse. Aquella euforia, aquella energía que lo había atrapado al principio, ahora le parecía desagradable, una espiral que lo consumía todo. Los excesos, siempre repetidos, se convirtieron en un ciclo interminable. Y aunque Áxel seguía asistiendo, algo dentro de él había cambiado. No podía evitar sentir que ya no pertenecía allí, que su forma de ver la diversión ya no era la misma.

Una noche, Áxel y Henri se encontraron en el techo del edificio de la discoteca, alejados del bullicio de la ciudad. Compartían una botella de cerveza mientras las luces titilantes de la ciudad se extendían ante ellos como un océano de estrellas artificiales. El frío de la altura parecía no importarles, aunque el silencio entre ambos comenzaba a pesar.

—¿Sabes, Áxel? —dijo Henri de repente, con la mirada perdida en el horizonte—. A veces siento que estoy atrapado en una película que no quiero seguir viendo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Áxel, girándose hacia él, visiblemente intrigado—. Siempre pareces tan tranquilo, como si nada te afectara.

—Eso crees tú —respondió Henri con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Es fácil parecer tranquilo cuando todos esperan que lo seas. Pero, en el fondo... no siempre sé quién soy.

Áxel lo observó en silencio, sintiendo que esas palabras eran un eco de sus propios pensamientos. Henri tomó un largo sorbo de cerveza antes de continuar.

—¿Nunca has hablado con Ferdi sobre eso? —inquirió Áxel.

—Ferdi... tiene sus propios demonios. No quiero cargarle con los míos —respondió Henri, mirando la botella con una intensidad extraña—. Además, a nadie le importa, ¿no? Al final, todos estamos solos en esto.

—Eso no es cierto —replicó Áxel con un tono más firme—. Mira, estamos aquí, tú y yo. Si quieres hablar, yo... estoy aquí.

Henri lo miró de reojo, con una expresión que mezclaba gratitud y escepticismo.

—Gracias, Áxel. Pero no todo tiene solución. Algunas cosas... simplemente son.

El silencio volvió a instalarse entre ellos. Áxel quiso decir algo más, tal vez insistir, pero las palabras no salieron. Esa noche quedó grabada en su memoria, una oportunidad perdida para entender a Henri.

Llegó un sábado por la tarde, día libre en la discoteca por mantenimiento, y Áxel y Ferdi se habían quedado en verse para grabar algunas mezclas en la casa de un amigo. Áxel llegó a la elegante vivienda de su compañero y lo esperó en la puerta. Ferdi salió con una mochila llena de discos.

—Hoy no podré sacar mi auto —comentó, mirando la calle vacía—. Mi madre se lo llevó. Llamé a un amigo para que nos lleve.

En la esquina, se toparon con un viejo conocido de Ferdi, un joven corpulento al que todos llamaban "el Gordo", quien manejaba un taxi desvencijado.

—Suban, muchachos —dijo con una sonrisa burlona, encendiendo la radio y ajustando el volumen, como si siguiera un gesto automático del pasado.

Durante el trayecto, la música new wave se filtraba por los rincones del taxi, llenando el vacío entre las palabras no dichas. El Gordo movía la cabeza con entusiasmo, Ferdi tarareaba algo distante, mientras Áxel, en silencio, observaba las casas de la ciudad a través de la ventana. La atmósfera era relajada, casi festiva, hasta que el Gordo, de repente, se sobresaltó, sus ojos se agrandaron y su cuerpo se tensó al ver una camioneta de policía que apareció de la nada, frenando justo frente a ellos. El vehículo se detuvo con un chirrido seco. Un agente, de rostro serio, sacó la cabeza por la ventana y, sin pronunciar palabra, hizo un gesto autoritario para que estacionaran al costado. La tensión se hizo palpable, un peso invisible que impregnó el aire. El Gordo, sudoroso, miró a Ferdi y Áxel por el retrovisor. Sus ojos, nerviosos, hablaban sin quererlo.

—Son de narcóticos. No hagan nada raro y escondan lo que puedan, rápido, rápido —murmuró asustado y con voz temblorosa.

Ferdi, pálido y nervioso, sacó apresuradamente unos sobrecitos sospechosos de su bolsillo trasero y los escondió en una rendija del asiento lo más rápido que pudo. Áxel, desconcertado, apenas entendía lo que estaba ocurriendo.

El agente abrió la puerta trasera del taxi, dejando que su chamarra se levantara lo suficiente como para mostrar una pistola en la cintura. Ferdi se apartó un poco, cediendo espacio para que el policía se sentara junto a él.

—A ti te estábamos buscando —dijo el agente, mirando fijamente al Gordo—. Ustedes quédense quietos. ¿Quiénes son ellos?

—Son solo amigos.

—Este vehículo tiene restricción para circular, y tú no podías estar operando con él.

—Solo les estoy dando un aventón a los amigos. Ya le pagué al "Capi" lo que me pidió —respondió el Gordo, sudando, mientras otro agente entraba al taxi por el asiento del copiloto. Este comenzó a buscar en la guantera sin pedir permiso y, al mismo tiempo, ordenó a los demás que vaciaran sus bolsillos.

Áxel obedeció con manos temblorosas, sacando apenas un billete de diez que había guardado para el regreso a casa. No llevaba identificación ni billetera, lo que acentuaba su vulnerabilidad. Ferdi intentó mantener la calma, pero al entregar su billetera, uno de los agentes encontró un pequeño sobrecito blanco escondido entre los billetes, algo que Ferdi, en su nerviosismo, había olvidado por completo.

—¡Ajá! ¿Y esto qué es? —exclamó el policía, levantando el sobrecito y examinándolo con visible satisfacción. Luego, le dijo a Vico que mirara eso.

Vico era un hombre de nariz prominente en forma de pico y mirada endurecida por años de experiencia en esas situaciones. Se acercó despacio. No era su verdadero nombre, pero el apodo burlón evitaba llamarlo directamente "Pico" por la forma de su nariz.

—Vamos a la "ratonera", allá revisamos bien —anunció con un tono cargado de malicia, dejando en el aire una amenaza implícita.

Los agentes les ordenaron seguir la camioneta policial, y ambos vehículos partieron hacia un lote baldío conocido entre ellos como "la ratonera". Era un callejón aislado y oscuro, con una reputación siniestra. Cuando llegaron, los hicieron bajar del taxi. Siguiendo las instrucciones de los agentes, se colocaron contra una pared improvisada mientras eran registrados minuciosamente. La sensación de vulnerabilidad era absoluta; cada movimiento, cada palabra estaba dictada por el miedo. Áxel sudaba, incapaz de articular palabra, preguntándose cómo había terminado en semejante lío. Ferdi, en cambio, mantenía la cabeza baja, esforzándose por aparentar tranquilidad mientras su mente buscaba una salida.

Al no encontrar nada más durante los registros personales, los agentes dirigieron su atención al taxi. Se acercaron con linternas, revisando cada rincón del vehículo. Abrieron el maletero y escudriñaron entre cajas, herramientas oxidadas y una vieja manta que desprendía un olor a humedad. Ferdi, con el rostro pálido, mantenía la vista fija en el auto. Su mente estaba en un torbellino de pensamientos mientras rogaba en silencio que no encontraran los sobres en la rendija rota del asiento trasero. Áxel, inmóvil, apenas podía respirar, observando de reojo cómo los policías revisaban incluso debajo del chasis, como si buscaran una aguja en un pajar.

—Nada aquí tampoco —gruñó el agente de nariz prominente, levantándose tras revisar bajo el vehículo.

—Sigue buscando. Algo tienen que estar escondiendo estos malnacidos —replicó el otro, apuntando con su linterna hacia el interior del taxi.

El Gordo, apoyado contra la pared, no disimulaba su nerviosismo. Cada movimiento de los agentes parecía tensarlo más, como si esperara una explosión inminente.

—¿Qué pasa, gordito? ¿Nervioso? —bromeó uno de los policías, acercándose al conductor con una sonrisa cínica.

Ferdi cerró los ojos por un instante, tratando de mantener la calma, pero la tensión lo aplastaba. El sonido de las linternas chocando contra las superficies del taxi y el ruido metálico de las herramientas cayendo al suelo llenaban el espacio, como si el ambiente mismo estuviera desgarrándose. Las linternas iluminaban la rendija del asiento trasero, proyectando sombras que parecían acechar, y con cada movimiento de los agentes, la sensación de que el secreto sería descubierto aumentaba. Era cuestión de tiempo.

Finalmente, al no encontrar nada más en el vehículo, Vico sacó el sobrecito blanco y lo mostró a Ferdi, mientras los otros policías, con sus escopetas, los observaban indiferentes.

—¿Esto te lo vendió el Gordo? —preguntó el agente, con tono plano, como si la respuesta no importara demasiado.

—¡No sé nada! —exclamó el Gordo, alzando las manos en un gesto desesperado, que no conseguía disimular su nerviosismo.

—No me lo dio él. Tampoco lo vendo, solo es para mi consumo —intervino Ferdi, intentando calmar la situación, pero sus palabras sonaban vacías, como si él mismo empezara a dudar de su propia versión.

Vico observó la escena sin inmutarse. No parecía haber prisa por resolver el asunto, pero el peso de la amenaza estaba suspendido en el aire. Finalmente, con un gesto que parecía poner fin a la discusión, dijo:

—Decidan. ¿Arreglamos aquí o prefieren ir al Comando?

Áxel, nervioso, respondió con voz temblorosa:

—Solo tengo este billete de diez...

El Gordo, con voz quebrada, añadió:

—Recién salí, no estoy trabajando. No llevo mucho encima.

De pronto, el radio del agente crepitó. Era el Capitán. Tras escuchar el informe de Vico, el Capitán fue categórico:

—Llévenlos al Comando. Tenemos un operativo esta noche.

Sin más opciones, los agentes subieron al taxi y llevaron a los tres al Comando. Allí, fueron encerrados en un cuarto, donde la espera se hacía interminable, mientras los ecos de pasos y voces ajenas retumbaban desde el pasillo.

—¡Quítense todo! —ordenó el Capitán con un tono cortante, cargado de autoridad.

Tras un registro exhaustivo que no reveló nada más comprometedor, los agentes les permitieron vestirse. Sin embargo, el proceso no terminaba ahí. Comenzaron los interrogatorios: Ferdi explicó que era DJ, el Gordo afirmó que solo era taxista, mientras que Áxel, con voz temblorosa, insistió en que no sabía nada de lo ocurrido y que solo era un estudiante de ingeniería.

—¿Así que tú eres el DJ? —le dijo el Capitán a Vico—. Nos dijeron que había un DJ involucrado en la venta, y coincides con la descripción.

—Tiene razón, Capitán. Es él —respondió Vico, sin titubear.

Ferdi no supo qué decir. Su rostro se había puesto pálido, y balbuceó algo incomprensible antes de finalmente articular:

—Solo consumo, no lo vendo.

El Capitán se acercó lentamente, con una mirada fija y fría, y sentenció:

—Estás arruinado, chico. Ya caíste.

Áxel, observando en silencio, no pudo evitar sentirse desbordado por la situación. Había conocido bien a Ferdi, sabiendo que no era un santo, pero jamás se habría imaginado que estuviera involucrado en tal cosa.

El Capitán, visiblemente insatisfecho con las respuestas, decidió interrogarlos por separado, buscando contradicciones que los incriminaran. Áxel se quedó en la habitación, mientras que Ferdi y el Gordo coincidían en sus versiones al ser interrogados en otra sala. Áxel no tenía nada que ver. Dijeron que solo era un muchacho que los acompañaba por la música. El Capitán sabía que el Gordo vendía sustancias de todo tipo y, aunque había estado encerrado y supuestamente arrepentido, todavía le costaba creer que hubiera dejado ese negocio atrás.

—¡Saca la Madre Santa! —ordenó el Capitán, su voz helada, sin espacio para dudas, frente al rostro asustado de Áxel.

Vico asintió y salió de la sala, regresando poco después con un grueso palo de madera. Lo dejó caer sobre la mesa con un golpe sordo que resonó en la habitación vacía.

—¿Sabes por qué se llama “Madre Santa”? Porque a las madres siempre se les dice la verdad. Ellas saben cuándo mientes. —Vico se acercó a Áxel, sus ojos fijos en los del joven—. ¿Seguro que dices la verdad?

Áxel, tembloroso, apenas pudo responder:

—Sí, todo lo que les dije es cierto.

El Capitán lo miró fijamente, antes de soltar una orden fría:

—¡Agáchate!

Áxel, con las manos sudorosas y la garganta seca, obedeció lentamente. Su cuerpo se tensó al escuchar los pasos del Capitán acercándose. El hombre se inclinó sobre él con su rostro severo, respirando sobre su oído.

—Si tus padres no te enseñaron a portarte bien, este va a ser un buen recordatorio. ¿No te das cuenta de que estos tipos no te convienen como amigos? Son maleantes.

Antes de que Áxel pudiera responder, el golpe cayó, brutal y certero, sobre su trasero. El joven gimió, pero se mordió el labio con fuerza, luchando por no gritar.

—¿Te das cuenta o no? —preguntó el Capitán con su tono cargado de autoridad.

—Sí... sí, me... doy... cuenta —respondió Áxel con la voz entrecortada por el dolor.

El muchacho cayó de bruces al suelo, sin soltar una palabra más. Apretó los dientes, resistiendo el tormento con la esperanza de que no durara mucho más. Sus ojos, bañados en sudor, permanecían fijos en el suelo mientras trataba de recobrar el aliento.

La sala quedó en silencio, salvo por la respiración agitada de Áxel y los murmullos de los agentes, que observaban con una indiferencia calculada.

—Siéntate —ordenó el Capitán. Áxel, cojeando ligeramente, se dirigió hacia una silla, sus movimientos eran lentos, pero decididos.

Poco después, el Capitán ordenó que trajeran a los otros dos. A ellos les tocó probar la misma medicina, y el Capitán los miró con una sonrisa cínica mientras comenzaba a hacer preguntas triviales, como si estuviera sondeando el terreno.

—¿A qué se dedican sus padres? —preguntó, con una aparente indiferencia que solo intensificaba la tensión en el aire.

Ferdi mencionó el nombre de su padre, y los agentes lo reconocieron de inmediato como un empresario destacado de la ciudad. Vico reaccionó al instante, con una chispa de oportunismo iluminando sus ojos.

—¡Hay que llamar a la prensa! —dijo con tono burlón—. "Hijo de reconocido empresario es encontrado vendiendo sustancias prohibidas".

—¡No! Yo no vendo nada, es para mi consumo —replicó Ferdi, con desesperación en la voz, mientras su mente buscaba frenéticamente una salida.

El Capitán y Vico intercambiaron una mirada cómplice. Ambos sabían que tenían una carta importante en sus manos, una oportunidad que podrían explotar a su favor.

—Bueno, tendrán que quedarse arrestados —dijo el Capitán.

El Gordo casi se puso a llorar.

—No, por favor... —imploró con la voz quebrada por el miedo.

Vico lo miró de arriba abajo y luego dirigió la mirada al Capitán.

—Ja, ja. Este gordo... Pero ¿qué dices?

El Capitán asintió y una sonrisa torcida se dibujó en su rostro.

—Bueno, ¿cuánto llevan?

—No tengo mucho —balbuceó el Gordo, con las manos temblorosas mientras daba una cifra modesta—, pero el dinero está en mi casa.

Ferdi, sintiéndose acorralado, intervino con voz temblorosa. Sabía que, por ser el más perjudicado, tendría que ceder más.

—Yo puedo conseguir algo... pero tendría que hablar con mi padre, y dudo que me dé el dinero que piden.

En ese momento, un policía irrumpió apresuradamente en la sala.

—El operativo está preparado, mi Capitán, pero no conseguimos un vehículo particular. Las tres camionetas están listas.

El Capitán se detuvo por un instante, pensativo.

Áxel, inquieto, le dio un leve codazo a Ferdi y, sin mover apenas los labios, susurró en un tono apenas audible:

—Ofrece tu auto. Eso podría ayudarnos.

Ferdi captó la indirecta. Vaciló un momento, su mirada delataba un cálculo rápido, y finalmente aprovechó la oportunidad para negociar:

—¿Necesitan un vehículo? Podemos llevar mi auto... si me reducen el monto.

El Capitán y Vico intercambiaron una mirada cómplice, como si compartieran un pensamiento que no hacía falta decir en voz alta.

—¿Qué dices? ¿Lo llevamos? —preguntó Vico, con ese tono entre curioso y astuto que le era característico.

—Vamos —decidió el Capitán con un gesto rápido—. Prepara todo.

El Gordo, anticipándose al uso de su taxi, alzó la voz con desesperación.

—¡Yo no puedo llevar el taxi! Solo soy el chofer, tengo que devolverlo al dueño.

—Bueno —dijo el Capitán—, primero iremos a tu casa a recoger el dinero, y luego déjanos donde Ferdi. Al subir al operativo, pasamos por la casa del muchacho para que nos dé su par

Subieron todos al taxi y se dirigieron a la casa del Gordo. Durante el trayecto, Vico no pudo contenerse.

—Oye, ¿tienes licencia? Mi mujer maneja mejor que tú.

Llegaron a la casa del Gordo, quien entregó el dinero que tenía. Luego los llevó hasta la enorme casa de Ferdi, y después de dejarlos, regresó en el taxi, no sin antes alcanzarle los discos a Ferdi.

Al llegar a su casa, Ferdi, desde el intercomunicador, preguntó por sus padres. La abuela fue quien contestó, y al saber que no se encontraban, le pidió que bajara.

Cuando ella bajó y vio a los agentes con Ferdi, preguntó, preocupada:

—¿Qué pasa?

El Capitán le explicó calmadamente:

—Hemos venido por un problema relacionado con sustancias ilícitas, los encontramos con un traficante y tenemos pruebas de que su nieto también trafica.

La abuela, al ver la situación, exclamó con voz chillona:

—¿Qué es esto? —dijo al observar a los agentes y a Ferdi con ira contenida—. ¡Qué has hecho ahora! —gritó, levantando su bastón.

Antes de que Ferdi pudiera responder, la abuela arremetió contra Áxel, golpeándolo con el bastón.

—Seguro este te lleva por el mal camino... ¡Seguro este desgraciado tiene la culpa de todo!

—No, abuela, el chico no tiene nada que ver —intervino Ferdi, tratando de calmar la situación.

La abuela, sin perder su tono severo, exigió una explicación. El Capitán le explicó con calma, mencionando que necesitaban cobrar una multa para liberar a Ferdi.

—Esta no es la primera vez que viene con problemas —suspiró la anciana, cansada—. Ya estoy harta de los problemas que estas cosas le traen.

Ferdi mantuvo la cabeza gacha, incapaz de mirarla a los ojos.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó la abuela, mirando a los policías—. ¿Dónde puedo llevarlo? Necesita ayuda.

El Capitán asintió con cierta empatía.

—Hay varios lugares de rehabilitación, señora. Podemos darle algunos nombres.

Vico, algo más animado, mencionó un par de instituciones conocidas por él.

—No será fácil, pero es un buen paso si realmente quiere ayudarlo.

La abuela asintió lentamente, procesando lo que le decían. Luego, señaló hacia el interior de la casa.

—Esperen aquí. Iré a sacar el dinero.

La anciana desapareció en el interior, dejando a los demás en la entrada de la casa. Áxel se cruzó de brazos, sintiendo el peso de toda la situación. Vico, en cambio, intentó romper el silencio.

—Tiene carácter la señora —murmuró, con una sonrisa torcida.

Ferdi no respondió, mientras Áxel reflexionaba en silencio sobre cómo una simple salida con amigos había terminado de esta manera.

Luego de que la abuela entregara el dinero, el Capitán le dijo a Ferdi:

—Antes de soltarte, necesitamos que firmes unos papeles. Ya sabes, formalidades —dijo para cubrir que debían ir al operativo.

—Déjenme ir a sacar una chamarra. Hace frío y no quiero enfermarme.

—Rápido, muchacho, no tenemos toda la noche.

Ferdi entró nuevamente a la casa, y luego de tomar una chamarra, fue directo a buscar las llaves del auto. Tenían tres: dos estacionados en el garaje de la casa y otro, de su hermano que estaba fuera del país, pero guardado en un garaje privado contiguo a la residencia. Optó por este último, ya que era menos probable que su abuela lo notara. Con las llaves en mano, salió por la puerta lateral y se dirigió al garaje privado. Allí, el guardia de seguridad lo detuvo brevemente.

—¿Todo bien, joven? ¿Quiénes son los que lo acompañan? —preguntó, desconfiado.

Ferdi, con una sonrisa forzada, respondió rápidamente:

—Son parientes, mi tío y unos primos. Vamos a salir un rato.

El guardia lo miró de reojo, pero finalmente asintió, dejando que abriera la puerta del garaje. Ferdi encendió el auto y condujo de regreso hasta la entrada principal, donde lo esperaban los demás.

—¿Y este auto? —preguntó Vico, sorprendido al verlo salir con un modelo de lujo.

—Es de mi hermano. Lo podemos usar para el operativo —respondió Ferdi, intentando sonar seguro.

El Capitán lo miró de arriba abajo, evaluándolo, y finalmente asintió.

—Bueno, muchachos, todos a bordo.

Subieron al auto: el Capitán y Vico en los asientos delanteros, mientras Áxel y Ferdi se sentaron atrás. Antes de arrancar, Ferdi miró a Áxel, quien parecía sumido en sus pensamientos.

—¿Estás bien? —le susurró Ferdi.

Áxel solo asintió, sin decir nada. Con todos acomodados, el Capitán dio una orden final:

—Vamos a la casa de Áxel, que nos queda en esa dirección, para luego dirigirnos al punto de reunión con las camionetas. Desde ahí, comenzamos el operativo.

En el camino hacia el punto de encuentro, Ferdi conducía el vehículo mientras reproducía una grabación con las mezclas que solía hacer en la discoteca.

—¿Así que eres DJ? —preguntó el Capitán con curiosidad, y añadió—: No entiendo para qué trabajas si tienes un padre tan rico. Y, aun así, vendes, cuando él podría limpiarte el trasero con billetes.

—Es solo por diversión —respondió Ferdi, encogiéndose de hombros—. Solo consumo no vendo.

—Eso no te lo cree ni tu abuelita —replicó el Capitán.

El auto ingresó a la autopista y, por el sistema de sonido, comenzó a sonar Dreaming de O.M.D.

—Oye, tienes muy buena música —comentó Vico desde el asiento trasero.

En ese momento, el Capitán recibió un mensaje por radio.

—Unidad Alfa, aquí Tango 3-1. Recibido el reporte. Tenemos 10-33. Procedan a máxima velocidad. Cambio.

—Debemos llegar lo más pronto posible. Es urgente apresurar el operativo —anunció a los demás mientras cortaba la comunicación.

—¡Apresúrate! —ordenó a Ferdi.

—¿No iremos a mi casa? —preguntó Áxel.

—A la vuelta te dejamos —respondió Vico.

Ferdi aceleró, adelantando a cada vehículo que se interponía en su camino. Áxel, sentado a su lado, se aferraba al asiento con nerviosismo.

—No solo tienes buen gusto musical —dijo el Capitán con una sonrisa—, sino que también conduces excelente. Necesitamos un conductor así. ¿No te interesa trabajar con nosotros?

Ferdi soltó una carcajada mientras continuaba manejando.

Al salir de la autopista, Vico indicó un desvío hacia una avenida que conducía a las afueras de la ciudad.

—Atención, Tango 3-1. Cambio de ruta. Ahora en dirección 2-5 Norte hacia área 12. Cambio.

Se adentraron en un barrio oscuro, avanzando hasta llegar a una zona remota, carente de alumbrado público, donde apenas se distinguían algunas casas dispersas en el terreno.

—Baja la velocidad y apaga las luces —ordenó el Capitán con seriedad, al tiempo que hacía una llamada por radio—. Unidad Alfa, aquí Tango 3-1. Nos encontramos en el punto de inserción, zona 10-7. Procedemos con luces apagadas. Recorreremos el lugar y prepárense para intervención. Cambio.

Luego de dar algunas vueltas sigilosamente por el lugar, dirigió su mirada a Ferdi y señaló:

—Acércate a aquellas casas lejanas y estaciona detrás de esa pared.

Ferdi obedeció, maniobrando con cuidado. Una vez estacionados, el Capitán sacó un par de binoculares y observó una vivienda oscura en la distancia.

—Alfa, aquí Tango 3-1. Confirmación visual en objetivo. Código 10-20. Esperen mi señal. Cambio y fuera.

—Esperaremos aquí. Procedan —ordenó el Capitán por radio, con voz firme.

Áxel observó cómo varios uniformados, vestidos con ropa táctica y armados hasta los dientes, se acercaban sigilosamente a la vivienda. La tensión era palpable en el ambiente.

Pocos segundos después, se escucharon los primeros disparos, seguidos de gritos que cortaron el silencio de la noche. La intensidad de los disparos aumentó, y el sonido de una bala rebotando en la pared cercana hizo que Ferdi se sobresaltara y que Áxel se pusiera pálido como un papel.

—Tango 3-1, aquí Alfa. Código 10-13. Precaución en posición. Cambio.

El Capitán escuchó el mensaje con el ceño fruncido. Sostuvo la radio con firmeza, pero no respondió de inmediato.

—Esperen aquí —dijo el Capitán, y tanto él como Vico salieron del auto portando sus pistolas.

Tras unos minutos que se sintieron eternos y al escuchar voces lejanas, regresaron y se metieron al auto. La radio volvió a activarse.

—Tango 3-1, aquí Alfa. Objetivo asegurado. Código 10-15. Procederemos con el traslado de dos individuos al vehículo. Cambio.

El Capitán suspiró con evidente alivio y comunicó:

—Recibido, Alfa. Regresen con precaución. Estamos en posición. Cambio y fuera.

En la distancia, las figuras de los agentes comenzaron a emerger de la oscuridad, escoltando a dos personas esposadas, que apenas se mantenían en pie.

Metieron al primer detenido en el auto, quitándole las esposas con rapidez y sin encender las luces.

—¿De cuánto hablamos? —preguntó Vico con frialdad.

El sujeto, aún temblando, sacó un fajo de billetes de su bolsillo y lo entregó sin vacilar.

—Ya sabes, tenemos tus datos. Ahora desaparece —le dijeron antes de bajarlo.

Luego, metieron al segundo hombre. La escena se repitió de forma casi mecánica. Áxel observaba en silencio, atónito, sin atreverse a intervenir ni a cuestionar lo que veía.

Pocos minutos después, llegaron varios policías al vehículo.

—No se imagina, mi Capi —dijo uno de ellos emocionado—. Encontramos kilos y kilos. Fue un éxito.

—Cierren el lugar —ordenó el Capitán con autoridad desde la ventanilla del auto.

Mientras tanto, Áxel siguió observando cómo, detrás del Capitán, una fila de hombres esposados caminaba escoltada por policías hacia las camionetas estacionadas.

—Bien, muchachos, vámonos a la ciudad —indicó el Capitán al regresar—. Ya no habrá tiempo para ir a la casa del chico para que nos pague su parte. ¿Cómo hacemos?

—Yo le prestaré —respondió Ferdi con una sonrisa tranquila mientras encendía las luces del auto.

El vehículo arrancó y se incorporó nuevamente a la autopista. La radio volvió a encenderse, y "Bizarre Love Triangle" de New Order retumbó en la cabina.

Áxel, con la mirada perdida a través de la ventanilla, parecía consternado por todo lo que acababa de presenciar.

—Esta noche me iré a farrear —dijo Vico con entusiasmo.

—Fue un éxito, los pillamos con las manos en la masa —agregó el Capitán, antes de volverse hacia Vico con un tono más serio—. Oye, ni se te ocurra tomar; mañana en la mañana necesito tu informe.

El vehículo se detuvo frente al Comando. Ferdi sacó dinero para pagar la deuda del chico, mientras el Capitán llevaba a Áxel a un costado.

—¿Recuerdas lo que te dije? Sé un buen chico y aléjate de esta vida. Los sábados pasan rápido, muchacho, pero las consecuencias de lo que haces en ellos pueden quedarse contigo toda la vida.

Áxel asintió en silencio, murmurando un "gracias" antes de volver al auto. Ferdi lo llevó hasta su casa. Solo faltaban un par de horas para el amanecer.

Cuando llegó, lo recibieron los gritos de sus padres, quienes exigían saber dónde había estado hasta tan tarde.

—Solo fui a una fiesta —respondió evasivo antes de encerrarse en su habitación, sabiendo de antemano que lo castigarían por varios días.

Al día siguiente, los titulares de los periódicos anunciaban: Mega operativo desmantela laboratorio de mercancía blanca. Áxel también vio la noticia en televisión, pero no dijo nada. Guardó su secreto incluso ante sus compañeros de clase.

Meses después, Áxel encontró a Ferdi en la calle, visiblemente demacrado.

—¿Dónde te has perdido? —preguntó Ferdi con un tono apagado.

—Tenía exámenes, no tuve tiempo. ¿Y Henri? ¿Cómo está? —inquirió Áxel, refiriéndose al primo de Ferdi— el otro día soñé con él.

Ferdi bajó la mirada; su expresión se endureció.

—¿No lo sabías? Se suicidó —respondió, mirando fijamente a un punto perdido en el vacío.

—¿Qué? Pero Henri era un buen tipo... ¿Por qué? —preguntó Áxel, incrédulo.

—Tomó demasiado ese día... fumó demasiado. No aguantó más —dijo Ferdi con voz apagada.

Áxel quedó en silencio. Una inquietante sensación de fatalidad se apoderó de él, mientras las preguntas se acumulaban en su mente. Henri, el primo de Ferdi, pensaba Áxel, ¿el tipo que siempre irradiaba una luz tranquila, como si nada pudiera perturbarlo? ¿El que nunca se metía en problemas? ¿Él? No podía creerlo. La idea de que Henri se hubiera quitado la vida se le antojaba irreal, como si la imagen que tenía de él se rompiera en mil pedazos. ¿Y si, en el fondo, todos llevaban un abismo consigo? ¿Y si él mismo estaba más cerca de ese borde de lo que imaginaba?

El aire se volvió denso, como si todo se hubiera precipitado de pronto. Sintió un nudo en el estómago. Todo eso lo arrastraba, lo aplastaba. Un par de horas atrás, creía que el mundo tenía algún tipo de sentido. Ahora, no sabía ni qué pensar. La sombra de Henri, con su cara triste y esa calma que ahora parecía falsa, se colaba en su cabeza. Áxel trató de sacársela de encima, pero no pudo.

Un año después, Áxel vio a Ferdi nuevamente en la calle. Estaba cambiado: más viejo, más sucio, más agotado, como si la vida lo hubiera hecho pedazos y él solo hubiera aguantado lo suficiente para llegar hasta allí. Ferdi lo miró con los ojos vacíos, como si ya nada ni nadie le importara. No se saludaron.

Otro día, Áxel estaba en la biblioteca, entre los pasillos vacíos, rodeado de libros que ya no le decían nada. Se puso los audífonos, deseando escapar de la realidad, pero la huida nunca era suficiente. La música que escuchaba le recordó aquel episodio; no podía concentrarse, solo había ruido en su mente.

La cara de Henri aparecía en su mente una y otra vez, seguida por la de Ferdi, como un eco inquietante. Ferdi había terminado con su chica, y la tristeza lo invadía. Las imágenes de ambos se habían instalado en la cabeza de Áxel, negándose a salir. Buscó consuelo en El Sutra del diamante, esperando que las páginas le ofrecieran algo más que vacío, pero lo único que escuchaba era la voz de Ferdi resonando en su memoria: “Áxel, tienes que venir con nosotros. Nos llegó nueva música”.

Levantó la mirada, buscando respuestas en el vacío. Sin embargo, lo único que encontró fue su reflejo en el cristal de la ventana. No era su rostro el que lo observaba desde el otro lado. Era el de Henri. O algo que se parecía a él. Sobresaltado, se puso de pie, cerrando el libro con un ruido seco. La palabra "impermanencia" flotaba en su mente como un mantra imposible de ignorar. ¿Podría cambiar? ¿O ya estaba demasiado lejos para salvarse?

Salió de la biblioteca con pasos vacilantes, como si el aire a su alrededor se hubiera vuelto más denso. No sabía si lo que sentía era miedo o alivio. Algo dentro de él se había roto, y no tenía idea de cómo repararlo. Al cruzar las puertas de la universidad, el bullicio lo golpeó de frente. Un grupo de chicos se encontraba reunido alrededor de un auto deportivo. Las puertas abiertas dejaban escapar una música ensordecedora. True Faith de New Order retumbaba en el aire, mientras unas chicas de faldas cortas se apoyaban despreocupadamente en el vehículo, riendo y moviéndose al ritmo de la canción.

Áxel se detuvo a observar. El ruido lo invadía, pero no lo llenaba. Ese era otro mundo, el mundo que tantos deseaban, pero él lo miraba con una extraña desconexión, como si todo fuera un espejismo. Se sentía atrapado entre dos realidades: ser o no ser. En ese instante, un pensamiento fugaz cruzó su mente: ¿y si todavía no era demasiado tarde?

El futuro estaba ahí, justo frente a él. Podía escuchar el llamado de su alma o seguir otro camino. No podía quedarse atrapado, repitiendo la misma canción en su cabeza ni anclado en la eterna pregunta de si algún día cambiaría. Se detuvo un momento, cerrando los ojos mientras la brisa rozaba su rostro. Luego, dio un paso hacia adelante, como si algo nuevo comenzara a formarse dentro de él, como una chispa apenas perceptible. No sabía si debía temer lo que encontraría al otro lado, pero estaba dispuesto a averiguarlo. Quizá todo era tan simple como girar un poco y comenzar una nueva vida.


2 Comments


Guest
Jan 10

La Narrativa te lleva a escenarios perfectamente construidos en espacios vívidos, la fluidez de la lectura nos permite conectarnos con cada personaje y con cada momento, es un relato que te envuelve de principio a fin.

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Guest
Jan 10

Una historia nostálgica y cruda. Mezcla música, excesos y esas dudas existenciales que todos hemos sentido alguna vez. Te atrapa.

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