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Escuchar el Silencio: Música para el Alma en Semana Santa

En tiempos de ruido y distracción constante, ciertas obras clásicas nos devuelven al centro de nosotros mismos, invitándonos al recogimiento, la presencia y la contemplación.

Peeter van der Borcht, Scala coeli et inferni ex Divo Bernardo
Peeter van der Borcht, Scala coeli et inferni ex Divo Bernardo

Una de las características más notorias de nuestro tiempo es el progresivo abandono de la música clásica, incluso en aquellos espacios donde antaño era natural su presencia. La Semana Santa —época tradicionalmente dedicada al recogimiento, la introspección y cierta forma de silencio reverente— ha sido arrasada por la trivialidad del entretenimiento. La oferta turística, las promociones comerciales y la música de consumo masivo se han impuesto como ruidos de fondo en días que alguna vez estuvieron impregnados de solemnidad.

No se trata, por supuesto, de una observación moralizante. Más bien, resulta interesante preguntarnos por las causas y el significado de este fenómeno. Porque si hay algo que debería inquietarnos, es nuestra creciente incapacidad para detenernos, para escuchar, para sentir sin distracción. Vivimos en una sociedad exteriorizada; las personas viven “afuera”, como si lo esencial ocurriera siempre más allá de sí mismas, y han dejado muy poco espacio en su vida para la introspección y la meditación. Prácticas que podrían parecer aburridas, pero cuya ausencia, en el contexto del frenesí contemporáneo por el placer inmediato, sólo conduce al desgaste progresivo de la salud y del alma.

En ese marco, la música clásica —especialmente aquella compuesta para los días de Pasión— puede ofrecernos un punto de fuga a esta histeria global, una grieta por la cual volver a lo esencial. Aunque escucho música clásica durante todo el año, me permito, en estos días, recomendar algunas obras que, por su belleza y profundidad, pueden acompañar —sin imponerse— ese estado interior al que nos invitan estas fechas. No se necesita un oído experto ni un conocimiento técnico para apreciarlas. Basta con un poco de silencio y la voluntad de estar presentes. Estas piezas son propuestas selectas, en un intento por llevar a los oyentes a la esencia misma de la reflexión y la espiritualidad que demanda la Semana Santa.

Jueves Santo

Gregorio Allegri – Miserere mei, DeusObra escrita en el siglo XVII y destinada exclusivamente a la Capilla Sixtina. Durante mucho tiempo fue prohibido transcribirla: sólo se interpretaba en el Vaticano durante la Semana Santa. Mozart, aún niño, la escuchó una sola vez y la transcribió de memoria: un acto prodigioso que desafió la prohibición papal. Su atmósfera es etérea. El Miserere no exige comprensión, sólo entrega: es el alma pidiendo piedad, rodeada de un silencio cargado de ecos.



Giovanni Battista Pergolesi – Stabat MaterDolor contenido, ternura en estado puro. El texto es una meditación sobre la Virgen al pie de la cruz. La música de Pergolesi lo transforma en una plegaria íntima, donde la belleza no se impone, sino que se ofrece. El gran musicólogo Alfred Einstein —primo del físico— escribió que esta obra “canta la piedad como si nunca antes se hubiera escuchado”. Y acaso tenga razón.


Viernes Santo

J.S. Bach – Erbarme dich, mein Gott (Pasión según San Mateo)Una de las arias más conmovedoras jamás compuestas. Pedro ha negado a Cristo, y el violín llora con él. La voz no es la de un cantante: es la de la conciencia. Albert Schweitzer, organista y teólogo, decía que en la música de Bach “el sufrimiento es más verdadero que en cualquier predicación”. Uno escucha esta pieza y, sin querer, se queda en silencio.



Samuel Barber – Adagio for StringsUna elegía moderna. Su lentitud no es pereza: es gravedad. Esta pieza no describe nada: hace sentir el vacío. Fue dirigida por Toscanini en su estreno, y Leonard Bernstein la consideró “una plegaria sin palabras”.



Sábado Santo

Arvo Pärt – Spiegel im SpiegelLa música del silencio. No tiene texto ni clímax. Es una repetición que no abruma, sino que acompaña. Ideal para un día suspendido entre la muerte y la resurrección. Pärt ha dicho que compone “con pocas notas, para no herir el silencio”. Y, efectivamente, cada una parece colocada con humildad reverencial.



Henryk Górecki – Sinfonía n.º 3, Op. 36 (Sinfonía de las lamentaciones)Tres movimientos que recogen cantos de dolor y maternidad. Una oración lenta, que pide ser escuchada sin prisa, con respeto. Cuando se grabó en los años noventa, vendió más de un millón de copias. ¿Por qué? Tal vez porque hay dolores que sólo la música puede traducir, sin traicionar.



Domingo de Pascua

W.A. Mozart – Ave verum corpusUna pieza breve y perfecta. Compuesta poco antes de su muerte, Mozart parece anticipar otra vida. Todo en esta obra es claridad, aceptación, y una ternura serena que sólo el que ha amado de verdad puede comprender. El crítico británico George Grove afirmó que es “una de las piezas más puras y conmovedoras de toda la música sacra”.


J.S. Bach – Oster-Oratorium (Oratorio de Pascua), BWV 249El Oster-Oratorium es un claro reflejo de la alegría de la Resurrección. La obra se despliega con una serie de movimientos llenos de ritmos animados y coros vibrantes, que comunican la gloria de la Pascua. Las expresiones de triunfo, proclamando la victoria de Cristo sobre la muerte, son el alma misma de este oratorio. Uno de los coros más destacados, “Kommt, eilet und laufet” (Venid, apresuraos y corred), nos lleva en una carrera hacia la alegría y la esperanza.



Volver a escuchar esta música no implica adherirse a un credo ni seguir una tradición ajena. Significa, simplemente, reconocer que hubo un tiempo en que el alma se expresaba con grandeza. Y que aún hoy, si uno se permite unos minutos de verdadera escucha, puede sentir que lo sagrado no ha desaparecido: sólo espera ser oído.

Además, la música clásica exige —como pocas cosas en este tiempo de estímulos veloces— una atención profunda. No se deja consumir como sonido de fondo. No acompaña, no entretiene, no disimula el silencio: lo transforma. Para disfrutarla, hay que aguzar el oído, sentarse, y permitir que la obra nos absorba por completo. No se escucha para distraerse, sino para encontrarse.

En contraste, gran parte de la música contemporánea ha sido reducida a un murmullo utilitario: ambienta, acompaña, pero rara vez detiene. Es música funcional, no experiencial. Quizá por eso la música clásica incomode a algunos: no porque sea “difícil”, sino porque exige algo que hemos dejado de practicar —estar presentes, sin multitareas, sin fuga—. Y es precisamente esa exigencia la que la vuelve tan necesaria.

Y aunque las obras aquí mencionadas guardan una relación directa con el espíritu de la Semana Santa, hay piezas que, sin formar parte explícita de este repertorio litúrgico, poseen la rara virtud de elevar el alma. Una de ellas es el Kyrie de la Misa en do menor, K. 427 de Wolfgang Amadeus Mozart. Su dramatismo contenido, su amplitud casi operática y su inquebrantable tensión espiritual convierten esta obra en una súplica desgarrada y majestuosa. No se trata de una oración humilde, sino de un clamor dirigido a lo más alto. Escuchar este Kyrie es como asomarse a un abismo luminoso, donde cada voz se lanza al vacío con la esperanza de ser escuchada. Es música que no acompaña: interpela.






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