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Detén el tiempo para mí

Actualizado: 5 jun




Recuerdo una parte de un poema de Nicanor Parra. No estoy seguro si alguien me lo leyó o quizá lo leí en algún libro del abuelo. Mi Abue, como le decía, era un ávido lector; devoraba libros con el mismo deleite con el que disfrutaba de deliciosas comidas, casi siempre acompañadas de un exquisito vino. Me leía muchos poemas, especialmente cuando estaba enfermo. "Escucha este", decía, y me leía alguno con tono jocoso. Sabía cómo ponerme de buen humor.

Una parte de aquel poema decía lo siguiente:

«[...] La conocí en mi pueblo (de mi pueblo

sólo queda un puñado de cenizas),

pero jamás vi en ella otro destino

que el de una joven triste y pensativa [...]»

Aquellos versos me recuerdan a Violeta, una niña que conocí cuando tenía catorce años y ella doce. Salí una tarde a leer un libro en un parque que se encontraba a dos cuadras de mi casa. Ahora el parque ya no existe; en su lugar abrieron un cruce de avenidas y, en el medio, pusieron una gasolinera. Sin embargo, en su momento fue un lugar muy bonito, lleno de pasto, árboles y unos columpios pintados de diferentes colores. Yo me mecía en uno amarillo, que era mi favorito y, además, el que menos chirriaba. Frente a ellos había unos árboles con manzanas criollas, y me comí una aquella tarde.

Me senté en un columpio, meciéndome suavemente (pues impulsarme por mí mismo me resultaba muy difícil), mientras leía un libro de Mark Twain. Era un libro de cuentos muy divertidos que me regaló el Abue. Me gustaba mucho y lo releí varias veces. Cuando estaba a mitad de "El Reloj", llegó Violeta, sola y sonriente. La recuerdo con ese vestidito rojo, zapatos negros, medias blancas y su largo cabello sujetado con un cinto. Se sentó en el columpio azul que estaba justo al lado mío y comenzó a impulsarse. De inmediato me llamó la atención. Con una gracia inigualable, doblaba las rodillas hacia atrás y, no sé de qué manera, fuerte pero graciosa, llevaba los pies hacia el frente y conseguía impulsarse con una facilidad increíble. Con apenas cinco impulsos, comenzó a pendular de atrás hacia adelante, ganando cada vez más velocidad y altura. Era maravillosa. Si la hubieran visto, opinarían lo mismo; parecía que la impulsaba alguna diosa del viento.

Después de un momento en el que parecía sumida en sus propios pensamientos, inclinó su cabeza hacia un costado y me preguntó qué estaba leyendo. Le respondí, y me pidió que le leyera el cuento, sabiendo que era corto. Lo releí mientras ella se balanceaba. Reía de vez en cuando con cada ocurrencia que escuchaba, y en algún momento reímos juntos. El sonido de sus risitas se mezcló con el chirriar del columpio. Los rayos del sol que atravesaban los árboles iluminaron su sonrisa, y detrás de ella, unos geranios amarillos contrastaban con el color de su cabello.

De pronto, ella detuvo el columpio. "¿Tú crees que sería posible detener el tiempo?", preguntó. Me quedé perplejo y dubitativo. "Quién puede saberlo", le respondí, "¿y por qué quieres detener el tiempo?". Ella se quedó pensativa y triste. "Quisiera que este momento fuera eterno", me dijo.

De alguna manera, sus palabras me llevaron a un estado extraño. Sentí que el tiempo se detenía, de verdad. Ella estaba quieta, con la cabeza apoyada en la cadena del columpio, su rostro iluminado por los rayos del sol y los geranios amarillos detrás de ella. Hasta sentí que la diosa del viento se había detenido.

"¿Conoces la puerta de los duendes?", dijo, como si saliera de un trance que me sacó a mí también. Le respondí que no. Ella saltó del columpio y comenzó a correr. "Ven, sígueme", gritó.

Pasando por unos arbustos llegamos a un árbol, el más enorme del lugar. "Debe tener unos doscientos años", le dije. "Mucho más", me respondió. En el inicio del tronco había una pequeña gruta y ella me la señaló. "Aquí es", dijo, "aquí es donde salen los duendes". Me acerqué para observarlo. "No lo creo, no veo nada", dije. Ella sonrió. "Los duendes solo salen cuando uno cree en ellos, ¿entiendes?"

"Mi tío me contó", continuó ella, "que hace muchos años venía gente a lanzar monedas a la gruta para tener buena suerte y pedir un deseo". Se puso a buscar. "¡MIRA!", gritó, "encontré una, si la quieres me alcanzas". Corrió por un sendero y yo detrás de ella. ¡Vaya que corría rápido! Llegamos a una planicie y, dejándose caer con el peso de su cuerpo, se echó sobre el pasto a descansar, y yo hice lo mismo a su lado. Crucé mis dedos debajo de mi nuca y mirando las copas de los árboles le dije: "Te alcancé, dame la moneda". "La hice caer", respondió riendo. "No es cierto, ¡Dámela!" "No la tengo", dijo. Me hizo cosquillas, y yo a ella también, y reímos, jugueteamos y en un momento quedamos muy cerca viéndonos a los ojos. Una lucecita extraña brotó de sus pupilas y, seguramente, de las mías también. Una especie de electricidad nos conectó en un segundo, como una chispa que nos tocaba a los dos, y aunque apenas duró un instante, lo sentí como si fueran varios minutos. Sentí que el tiempo se detuvo.

Ella volvió en sí y se recostó de espaldas en el pasto. Se quedó viendo el cielo y unos mirlos volaron sobre nosotros. Después noté que una gota de sangre brotaba de su nariz. "¿Oye, estás bien? Te está saliendo sangre por la nariz", le dije preocupado. Se levantó de inmediato y se cubrió la nariz con su pañuelo. "No te preocupes", me dijo, "siempre sucede". La acompañé a su casa y aunque me advirtió que era normal lo que le sucedía, yo me quedé preocupado. Cuando llegué a casa, se lo conté a mi madre y me tranquilizó al decirme que con algunos resfriados ocurría eso.

Me volví a encontrar con Violeta en el parque. Estábamos de vacaciones y no teníamos de qué preocuparnos. Conocí a sus padres unos días después. A veces tomábamos té en su casa, lo cual era mejor que andar deambulando por las calles. La mamá de Violeta se llamaba Leonor y horneaba deliciosas empanadas. Violeta estaba contenta, pero algunas veces se ponía melancólica y triste. En dos ocasiones vi que le brotaba sangre por la nariz. Una vez le pregunté a la señora Leonor qué le pasaba a Violeta, y la señora comenzó a lagrimear, aguantando el llanto. Ya no quise preguntar más.

Mi Abue había muerto un año antes. Él sabía muchas cosas; quizá hubiera ayudado, al menos dando algunos consejos. A mi hermano mayor siempre le daba consejos, especialmente cuando tuvo su primera novia.

Un día llegó Violeta al parque con su mamá, quien le entregó una bolsa con emparedados. La mamá se fue de compras y nosotros buscamos un lugar bonito para sentarnos y comer. "¿Dónde crees que haya un reloj que detenga el tiempo?", me preguntó, y le dio una mordida al emparedado. "¿Todavía quieres detenerlo?", le pregunté, mientras ella me miraba a los ojos: "Quiero que este momento se detenga, que nunca se pierda, que no se detenga la vida". Me puse triste; sentí que lo decía desde el fondo de su alma y, a la vez, entendí que lo que ella tenía no era un simple resfriado.

La última vez que fuimos al parque, Violeta metió su mano en la puerta de los duendes buscando una moneda, y luego yo metí la mía. Cuando las sacamos, nuestros dedos estaban entrelazados y había una moneda entre nuestras manos. No dejamos de tomarnos de la mano toda la tarde, y al lado de la puerta de los duendes tallamos nuestras iniciales. El Abue me había contado que había hecho algo parecido con la abuela. Me imaginé a Violeta y a mí envejeciendo juntos en una bonita casa, con un perro viejo durmiendo en el jardín. Siempre en estas historias de viejitos no sé por qué se imagina a un perro, un canario o un loro en algún rincón de la casa. Lo he visto en las películas. Quizá vi alguna y pensé en ello.

Días después, Violeta ya no vino al parque. Llamé al teléfono de su casa y ella contestó: "Busca un reloj que detenga el tiempo", me dijo, "un reloj que detenga el tiempo para mí". Tosía. Fui a verla a su casa. La primera vez se levantó y me recibió en el estar, pero luego ya no pudo y se quedó en la cama. Estaba pálida. Los siguientes días tomamos té en su habitación, su mamá seguía preparando deliciosos pastelitos y empanadas.

Un día sonó el teléfono y contestó mi mamá. Me dio la noticia. Me rehusé a ir al entierro, pero mis padres insistieron y me llevaron. No lloré aquella tarde, pero en la noche sí, y por muchas semanas también. Dos días después de la muerte de Violeta, me llamó su madre. Había dejado algo para mí. Era una pequeña caja que me llevé y abrí cerca de la puerta de los duendes. Contenía una carta que todavía conservo y una moneda dentro, la misma moneda que habíamos encontrado juntos. Aquella tarde que nunca olvidaré, cuando no nos soltábamos de las manos, corríamos, veíamos el cielo y nos dimos nuestro primer beso, y los geranios amarillos contrastaban con el dulce rostro de Violeta.

Eso fue lo que sucedió aquel verano. Y ahora, cuando termino de contarles esta historia, se me vinieron a la memoria los últimos versos del poema de Nicanor Parra:

«[...] Sin embargo, sucede, sin embargo,

lo que a esta fecha aún me maravilla,

ese inaudito y singular ejemplo

de morir con mi nombre en las pupilas[...]

Hoy es un día azul de primavera,

creo que moriré de poesía,

de esa famosa joven melancólica

no recuerdo ni el nombre que tenía.

Sólo sé que pasó por este mundo

como una paloma fugitiva:

la olvidé sin quererlo, lentamente,

como todas las cosas de la vida».

De morir con mi nombre en las pupilas... Su mamá me dijo que preguntó por mí antes de morir. A diferencia del poema, yo no la olvidé ni la olvidaré nunca, lo prometo, aquí sentado en esta banca, cerca de la gasolinera, escribiendo estas líneas, aquí donde otrora se encontraba la puerta de los duendes. 

Violeta, donde quiera que estés, bien sabes que así es. Quisiera retroceder cada hora y minuto hasta aquel día cuando la vi por primera vez. No encontré el reloj que detuviera el tiempo para ella y hasta puedo jurar que lo busqué, pero en estas líneas congelé aquellos momentos. De alguna manera hice una máquina del tiempo para ti, Violeta.

La tarde está luminosa, los rayos del sol iluminan el lugar, y no sé por qué creo escuchar el chirrido de un columpio, una risita alegre y una dulce voz que pronuncia mi nombre.


Fin.

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