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Aquella noche de luz plateada

Actualizado: 31 ago 2023






Los rumores eran ciertos; aquella tarde, comenzaron a repartir memorandos de despido en la empresa. Mario Gómez amenazó con una huelga. Una de las secretarias no paraba de llorar; dijo que era madre soltera, mantenía a sus tres hijos y, además, a su madre que estaba enferma. Carlos, Sandra y Pablo hablaron de un juicio. El ambiente se puso tenso, insoportable. Esperé con ansias que llegara la noche. Quería salir y despejarme un poco, olvidarme del trabajo, de la secretaria, de Mario, de los juicios, de todo aquello. Y no pensar en que mi futuro también pendía de un hilo. Debía buscar otro trabajo.

Después de salir de la oficina, me senté en un banco de la plaza Abaroa. No era precisamente el mejor lugar para relajarse, pero al menos me distraería un poco. A unos metros de donde estaba, algunos muchachitos jugaban con una pelota sobre el césped que, aunque desgastado y roído, les brindaba horas enteras de diversión. El más alto de ellos le dio una patada a la pelota y la mandó directo hasta mis pies. Me levanté y se la envié de vuelta. Con un tiro bien calculado y apuntando directo al arco, intenté meter un gol. Tuve la sensación de volverme niño otra vez, aunque apenas me duró un par de segundos, cuando tomé conciencia de que mi cuerpo les doblaba en altura y en edad. Hubiera querido retroceder en el tiempo. Sentí mucha nostalgia y también tristeza. Volví a sentarme otra vez.

No sé cuánto tiempo estuve sentado, quizás hasta las ocho. Los hermanos Luis y Tomás estaban ajustando sus instrumentos para tocar sus canciones. Uno de ellos sostenía un saxofón y el otro una guitarra eléctrica. Aunque tenían un aspecto descuidado, me cayeron bien. Saludaron al público y comenzaron a interpretar una canción de Alejandro Sanz cuyo título desconozco, aunque lo reconocí de inmediato porque la secretaria de mi trabajo solía tararearla. Sin embargo, la ejecución de la canción fue deficiente y, sinceramente, lamentable; irritó mi alma y también mis oídos.

Les di la espalda y preferí ignorarlos. Fue entonces cuando la vi. Justo enfrente de mí se encontraba sentada la chica más bonita que había visto en persona. Estaba sola y parecía sumida en la tristeza. Desprendía algo especial: una combinación de sensualidad, inocencia y melancolía. Una expresión extraña que me atraía y fascinaba. Vestía un abrigo beige y una bufanda carmesí. Estuvo sentada por unos minutos y luego se marchó. Hubiera ido tras ella, pero me contuve. Pensé que después me arrepentiría. En muchas ocasiones me arrepentí por situaciones similares. Vaya que lo hice. Dirigí mi atención hacia Luis y Tomas, que terminaban de interpretar el tema de Alejandro Sanz y continuaron con "La chica de Ipanema". Esta vez lo hicieron mejor. Me acerqué para escucharlos. Utilizaban una caja de ritmos. La introducción con la guitarra fue bastante acertada; después se unió el saxo, en un tono pausado. El sonido del saxofón reemplazaba a la voz humana; sonaba bien, aunque personalmente hubiera preferido que una joven cantara en lugar del saxo. Me imaginé la escena; habría resultado encantador.

Cuando terminaron, el reducido público que estaba congregado aplaudió con emoción. Me agaché para poner unas monedas en un sombrerito que habían colocado frente a ellos y, al incorporarme, vi una delicada mano que también dejaba algo de dinero. Era la chica de la bufanda carmesí. Había regresado. Dio unos pasos hacia atrás y rogué en mi interior que no se fuera.

Luis y Tomás dieron las gracias, y el escaso público aplaudió. Yo sabía que eran Luis y Tomás porque ponían un letrero: "Luis y Tomás - Brothers Jazz Band". Y sabía que eran hermanos porque decía "Brothers" y se parecían demasiado. Aunque lo que era obvio para mí no lo era para todos.

El letrero era bastante grande y aun así no faltaba quien preguntara: "¿Quiénes son?" Incluso alguien del público preguntó: "¿Por qué interpretaban con un saxo y una guitarra eléctrica?" Era como preguntar por qué una película de acción no podía ser también conmovedora; a veces, la magia radica en la combinación inesperada.

"¿Luis y Tomás?", preguntó alguien, "¿serán sus nombres verdaderos?". Probablemente no lo eran, pero ¿qué importaba? Comenzaron con dificultades, pero poco a poco encontraron su ritmo y mejoraron. Más personas se congregaron a su alrededor. Luis y Tomás anunciaron su despedida, revelando que tomarían un vuelo a medianoche en busca de fortuna en Brasil, después de haber tocado algunas veces en esa plaza. Una señora les sugirió que se quedaran, y otra hizo lo mismo; el resto del público les aplaudió.

En lo personal, lo único que me preocupaba era que tocaran algo aburrido y que la muchacha de la bufanda carmesí se marchara. Ni siquiera había intentado acercarme a ella y temía perder mi oportunidad en cualquier momento. Ya lo había perdido en otras ocasiones. Pensaba en una o dos cosas para decirle a la muchacha y de pronto giró en mi dirección y nos vimos a los ojos. "Es un buen grupo, ¿no te parece?", le dije sin pensarlo. Ella no respondió. De inmediato comencé a perder las esperanzas, aunque aparenté que no me importaba. Volvió a mirarme. Lo advertí de reojo. "La cuarta cuerda de la guitarra necesita afinarse", me dijo. Me sorprendí. Noté que se estremeció un poco y cruzó los brazos. "¿Te hizo frío?", pregunté. "Sí, un poco".

Luis y Tomás interpretaron "Cry me a River" de Arthur Hamilton. Observé cómo ella se emocionaba y sonreía. Cantó el tema en voz baja, murmurando; apenas se movieron sus labios. Cuando concluyó, le comenté: "Por lo que vi, te gusta mucho el tema". Y ella: "Sí, me encanta, me trae muchos recuerdos. ¿A ti te gusta?". Y yo: "A mí me gusta cómo lo cantas". Y ella: "No seas adulador, ni siquiera me escuchaste". Y yo: "Tomemos un café". Y ella no contestó. Lo arruiné, pensé. Siempre fui torpe para esas cosas, me apresuré demasiado. Luego me dijo: "No lo tomes a mal, solo que no suelo hablar con extraños". "Lo lamento", le dije, "me llamo Antonio ¿y tú?". Ella se quedó callada un momento que me pareció una eternidad. "Me llamo Anahí", me respondió luego. Parecía distraída. "Ya no somos tan extraños", afirmé, "tomemos algo". Ella se quedó pensativa unos segundos. "Bueno", respondió, "pero solo un café".

Cruzamos la calle y entramos en el "Café Blueberries"; ella pidió un jugo y yo un café. Después de conversar un poco, le dije: "Se nota que tienes un buen oído". "Soy profesora de piano", dijo ella. Yo imaginaba que una profesora de piano debía ser vieja y gorda y, además, fea y estricta; pero ella era todo lo contrario.

"¿A qué te dedicas?", me preguntó. "Vivo", contesté. Ambos reímos. "¿Trabajas?", indagó. "Estoy buscando trabajo", respondí. "No me agradan los chicos mentirosos", prosiguió, "si quieres que llevemos una buena relación, la sinceridad es fundamental". "¿Por qué crees que te miento?", repliqué. "Tu apariencia no coincide con alguien que no trabaja, ¿tus padres te mantienen?"

Entraron tres muchachos al café y, al notarlos, ella se inclinó hacia un lado para evitar que la vieran. Pidió que nos fuéramos. Solicité la cuenta y luego salimos del lugar. "¿Por qué te ocultaste?", pregunté intrigado. Me explicó que uno de ellos era Hugo, alguien con quien solía salir, pero ya no quería tener nada que ver con él. Continuamos caminando por la Av. 20 de Octubre; vivía cerca de la gasolinera de San Jorge. Me reveló cómo Hugo solía controlar todos sus movimientos y le prohibía salir o hablar con otros chicos. Su relación estaba llena de celos y manipulación. Al llegar a su casa, intercambiamos nuestros números de celular y prometí llamarla.

Nos encontramos en un par de ocasiones. En algunas de ellas, la recogía donde daba clases particulares. Otros días, nos veíamos en la Plaza Abaroa y charlábamos durante un par de horas. A medida que pasaban los días, mis sentimientos se enfriaban. Ella repitió varias veces que no deseaba tener una relación con alguien que hubiera atravesado momentos penosos con sus parejas anteriores. Lo nuestro era especial y diferente, tenía la esperanza de que las cosas podrían progresar y llegaría el día en que hubiera algo más entre nosotros.

Un día, mientras la dejaba en su casa, me invitó a pasar. Además, añadió que sus padres estaban de fiesta en otro lugar. Hice una pausa, para disimular mi creciente curiosidad. Tras considerar su oferta durante un instante, no tardé en aceptarla con una sonrisa. La vivienda poseía un encanto singular; aunque pequeña, exhibía una hermosura marcada por una decoración clásica. Aquella fue la primera ocasión que la vi en su entorno familiar. Ella destacaba por su singularidad, a diferencia de muchas otras chicas que había conocido.

Nos sentamos en la sala y nuestra conversación fluyó ininterrumpidamente. Ella no buscaba explicaciones detalladas ni profundizaba en asuntos personales. Su enfoque estaba en disfrutar de la conversación y el momento. Algunos podrían considerarla superficial o sencilla, exenta de traumas y todo eso que Freud solía mencionar. Sin embargo, la comodidad que sentía con ella era innegable. Me permitía ser completamente sincero con mis sentimientos, lo cual marcaba una gran diferencia en comparación, por ejemplo, con Adriana.

Adriana había sido mi novia en el pasado. Desde que la conocí, no dejaba de interrogarme: dónde nací, dónde estudié, dónde vivían mis padres y parientes, dónde trabajaba. Llegó al punto de pedir mi cédula de identidad, buscando verificar que mi nombre no fuese falso, y luego tejía conjeturas e intrigas a partir de esa información. La llamaba "Señorita KGB". Adriana la obsesiva, la entrometida, la que cruzaba límites.

Sin haberlo esperado, me encontraba en la casa de esta chica peculiar, disfrutando de una conversación sincera y relajada, algo que contrastaba con las experiencias que tuve con Adriana. La atmósfera estaba enriquecida por un piano de pared ubicado junto a la ventana. "¿Tocarás algo?", le pregunté. Le pedí que interpretara la canción que había cantado el grupo en voz baja cuando nos conocimos, el tema "Cry Me a River". Se sentó frente al piano y comenzó a dar vida a los suaves arpegios que marcan el comienzo de la canción. Era un momento especial para mí, ya que nunca había asistido a un recital en vivo ni nadie había tocado música especialmente para mí.

Moví una silla cerca de ella y mientras interpretaba, se sumergió en la canción, dejando que su voz se elevara. Observaba su rostro con atención, capturando cada detalle mientras cantaba. A momentos, cerraba los ojos para sumergirme aún más en su melodiosa interpretación. De repente, noté un cambio en su voz, una suave tristeza que se colaba en su tono. Nuestros ojos se encontraron y su rubor delató su incomodidad momentánea. En ese instante, la atmósfera se cargó de un matiz romántico, un instante en el que la conexión entre nosotros se intensificó.

De pronto, nuestra intimidad fue interrumpida abruptamente por la entrada inesperada de otra joven en la sala. Estaba cubierta por un salto de baño y tenía el cabello envuelto en una toalla. A simple vista, calculé que tenía casi la misma edad que Anahí.

"¿Y quién es este individuo, Samy?", cuestionó la joven. "Es el amigo del que te hablé, Antonio", respondió Anahí. "¿Samy?", inquirí confundido. La muchacha afirmó: "No oí que entraran, estaba en la ducha". Acto seguido, se encaminó hacia la cocina. "Me mencionaste que te llamabas Anahí”, señalé a Samy. "No iba a revelar mi nombre de pila a un desconocido, me llamo Samanta, pero puedes decirme Samy; Anahí es mi segundo nombre."

"¿No despreciabas a los mentirosos?... ¿Y quién es ella?", pregunté. "Ella es mi hermana, se llama Shakti", aclaró Samy. "No me dijiste que tenías una", le dije con tono molesto. La hermana regresó con un pequeño frasco de esmalte, se sentó en el sillón y comenzó a pintarse las uñas de las manos después de dejar el frasco sobre la mesa. Me miró de reojo. "Vamos a sentarnos allá", sugirió Samy. Nos acomodamos frente a su hermana. Shakti tenía un bindi en la frente. "Pareces hindú", comenté. "Mi hermana no solo lo parece, sino que cree ser la reencarnación de una monja tibetana, discípula del Dalai Lama Lilan Po", explicó Samy. "No es que lo crea, lo soy. Además, soy devota de la diosa Rambha, y Lilan Po era el maestro del tantra blanco, era lama y no llevaba el título de Dalai Lama", añadió Shakti.

"¿Quién es Rambha?", pregunté. Shakti comenzó a responder, pero en ese momento el celular de Samy sonó. "Hola", saludó Samy, se levantó y se retiró a la cocina. Shakti me miró y, al ver sus ojos, sentí una electricidad extraña que recorrió mi cuerpo. Creo que ella también sintió algo similar y apartó la mirada. "¿Tú y mi hermana tienen algo?", preguntó, mientras veía sus uñas. "¿Algo?", respondí sorprendido. "¿Dormiste con ella?". "¡No! Claro que no". "¿Desde cuándo se conocen?", aclaró Shakti. "Desde hace unos días", respondí. Ella rió. "Hay muchas cosas que no son pura coincidencia", agregó. Fue interrumpida por Samy al salir de la cocina. "Es Hugo", nos dijo, "iré a verlo. Me vio con Antonio y está furioso". "¿No habían terminado?", preguntó Shakti. "Sí, terminamos, pero..., Antonio, te dejo. Ya regreso”, dijo Samy. “No te vayas, quédate", pidió Shakti, "ese tipo no te conviene".

Samy se fue y Shakti refunfuñó. "No sabía que Samy tuviera un novio", comenté. "Es él", me informó, señalando una foto en una repisa. El de la foto tenía una expresión un tanto tonta. "¿Y dónde están tus padres?", pregunté. "Han viajado", respondió Shakti. "¿Viajaron? Pero Samy me dijo que fueron a una fiesta". “¿Y tú le crees?”, cuestionó. Ella terminó de pintarse. “Sabes”, dijo Shakti, “no creas que, porque estamos solos y yo en una situación vulnerable, podrías aprovecharte. Sé defenderme, estudié artes marciales”. “De ninguna manera pensé eso”, le respondí. Ella me miró y anunció que subiría a su habitación. Yo me quedé sentado, sin saber qué hacer.

"¡OYE! ¿CÓMO DIJISTE QUE TE LLAMAS?", exclamó Shakti. "Antonio", le respondí. "¿CÓMO?", volvió a exclamar. "¡ANTONIO!", le repetí. "¿ANTONIO, ¿PUEDES AYUDARME?" Subí a su habitación y, con amabilidad, me pidió que sacara sus sandalias que estaban bajo la cama. Miré mientras ella permanecía de pie, los dedos separados de manera marcada, aguardando pacientemente a que sus uñas se secaran y deslizó sus pies dentro de las sandalias. "Gracias", agradeció. Su cuarto estaba adornado con efigies hindúes. "¿Y ella quién es?", pregunté. "Es Kali, la diosa de la destrucción". "¿Y ella?". "Es Rambha, la diosa del amor… y del placer". "¿Y él?". "Él es Kamadeva, dios del amor”. "¿Oye, y esta cosa?", pregunté, señalando un símbolo alargado. "Ese es el Lingam", explicó con una sonrisita, "es un símbolo de la energía masculina, del erotismo y la reproducción. La punta que estás señalando se le llama linga agra". "Supongo", comenté, "que este círculo y su centro tienen algo que ver con lo femenino". "Sí," afirmó ella, "se llama Ioni". "¿Y este otro?". “Ese es el símbolo de la Kundalini. Cuando el lingam y el ioni se unen y la energía sube por la columna vertebral, se te revela nuevas realidades.

"¿Quieres sentir cómo fluye esa energía?", me preguntó. Le respondí afirmativamente. Verificó si el esmalte de sus uñas había secado. Luego se quitó la toalla de la cabeza, dejando que su largo cabello cayera hasta su cintura. Continuó: "Kamadeva enseña el arte del amor; Vatsyayana, el autor del Kamasutra, fue instruido o inspirado por ese dios; la unión debe llevarse a cabo de esta manera y de esta otra (ella hizo algunos movimientos con las manos) y debes guiar la energía desde aquí hasta aquí (señaló su coxis y luego su frente); el ioni de una mujer debe unirse con el lingam del hombre en una relación armoniosa, pero no se trata únicamente de una unión física, lo más importante es que sea una unión espiritual".

Luego me dijo que me echara boca abajo en la cama, y se subió sobre mí. Comenzó a realizar unos pases magnéticos por mi espalda. "Mmm…, en esta parte", dijo tocando mi hombro izquierdo, "tienes la energía muy concentrada, con el tiempo aquí puede formarse una enfermedad, debo distribuir la energía equitativamente en todo el cuerpo". Me hizo dar la vuelta y se subió sobre mi cintura. Hizo pases por mi pecho y su bata se abrió un poco. No puede evitar pensar en el acto de amor de Rambha. Pensé en el lingam y el ioni. Pero Shakti pensaba en su ritual sagrado. Subía con sus manos la energía desde mi abdomen hasta mi cabeza y luego a mis brazos, de mis brazos a mi cabeza y viceversa. Kamadeva enseña el arte del amor, yo decía mentalmente, Kamadeva... Kamadeva. Hasta que después de varios minutos me sentí cansado, como en trance y ella también. Se echó sobre mí y su cabello cubrió mi rostro. Yo quedé completamente inmóvil.

No recuerdo qué pasó después de eso. Creo que me dormí, porque cuando abrí mis ojos, ella estaba peinándose frente al espejo, vestida con ropa casual. Le pregunté qué había pasado. "Saliste de tu cuerpo", me dijo moviendo los dedos como si imitara volar. No lo recordaba, pero me sentía algo extraño. Mi encuentro con Shakti abría mi mente y mi alma a nuevas posibilidades espirituales que anhelaba explorar a su lado.

"¿Samy regresó? ", le pregunté, y me dijo que no. "¿Por qué no te gusta su novio? ". "Es un patán”, me dijo. "Sabes algo", continuó, "una mujer no sólo necesita ser feliz, tener una familia, tener amor, también necesita que un hombre le ayude a crecer espiritualmente, también a autorrealizarse, y ahí es donde muchas mujeres se equivocan; al final, la mujer elige a su hombre y a su destino, y viceversa. Aunque yo creo que el hombre necesita más ayuda". Yo la miré tratando de entender lo que me decía. Vi un pequeño reloj colgado en la pared. Había transcurrido más de una hora desde que Samy había salido y todavía no regresaba. Era cerca de la medianoche. "Será mejor que vaya a la sala", le dije. Me levanté para salir de la habitación, pero Shakti me tomó de la mano. Samy era más bonita, pero Shakti era más sensual. "Tu hermana volverá en cualquier momento", le dije. Ella me miró fijamente a los ojos, luego miró la puerta y me soltó. Minutos después de sentarme en la sala, escuché que abrían la puerta. Samy entró sollozando y, cubriéndose la boca con una mano, pasó directo a su habitación. Escuché que Shakti fue tras ella. "¡TE DIJE QUE NO FUERAS, SAMY!", gritó Shakti cuando la vio. Pregunté desde la sala qué había ocurrido. "¡LA GOLPEÓ, ESO PASÓ!".

Subí las escaleras y me acerqué a la habitación de Shakti. Samy se recostó en la cama de Shakti, y ella la relajó encendiendo unos inciensos y haciéndole caricias; luego le puso una crema en la hinchazón de su labio. Samy todavía lloraba un poco. "Iré a buscar a ese tipo... ¿dónde vive?", les dije. "Tú... tranquilízate", dijo Shakti. "No ganas nada con la violencia, espéranos afuera por favor, yo resolveré esto". Me fui a sentar en el sillón y aguardé. Escuché a Shakti hablando con su hermana, y Samy le respondía sollozando. Luego, Shakti salió y me dijo que Samy se había dormido.

Hablamos un momento y luego me marché consternado. Pensé en lo que Shakti me había dicho acerca de las mujeres y los hombres; creo que desde cierto punto de vista tenía razón. Aunque tampoco dejaba de pensar en Samy, apesadumbrado por lo que le había ocurrido. Hubiera preferido ignorarlo, aunque, por otro lado, tuve la fortuna de haber conocido a su hermana.

Hablé por teléfono con ellas en un par de ocasiones, hasta que un día vi a Samy caminando de la mano con Hugo. Parecía estar contenta. La llamé esa noche y le pregunté cómo estaba. Me respondió que estaba bien. Indagué sobre el joven y ella afirmó que no lo había vuelto a ver, aunque claramente no decía la verdad. Luego le pedí el número de celular de su hermana, pero ella me informó que había viajado a Argentina por una beca de seis meses. ¡Qué encuentro tan fugaz!, pensé.

Pasaron dos años antes de que las volviera a ver. A veces paseaba por San Jorge y pasaba por la casa de Shakti, sintiendo curiosidad por saber si todavía vivían allí. Había perdido todo contacto con ellas, pero no tenía el valor de buscarlas. Si bien inicialmente me sentí muy atraído por la belleza y misterio de Samy, con el paso del tiempo descubrí que su personalidad no congeniaba del todo con la mía. Fue su hermana Shakti quien despertó en mí una conexión más profunda. Hasta que una inesperada noche, en un mes de primavera, cuando caminaba por su casa, vi a Samy salir de su casa llevando a un bebé en brazos. Nunca esperé que Samy reapareciera con un niño. Nos saludamos y noté que se puso incómoda al verme. Me dijo que le alegraba saber que yo estaba bien, y luego me mostró a su hijo. Me contó que se había separado del joven con apenas tres meses de casados. Estaba notablemente cambiada. Ya no tenía el rostro más bonito que yo recordaba. Sus ojos habían perdido ese brillo que tanto me gustaba. Shakti tenía razón, las parejas ejercen una influencia significativa en la vida de cada individuo. Le pregunté por su hermana y me dijo que a ella le encantaría verme, que estaba en casa y que toque el timbre. Me enteré de que la casa estaba en venta y que habían comprado un departamento en otra zona. Samy se despidió y subió a un taxi ya que tenía que encontrarse con sus padres.

Quise alejarme y empecé a caminar en dirección a mi casa, pero en un instante decidí dar media vuelta y regresar a la casa de Shakti, sin apenas titubear. Toqué el timbre y mi corazón comenzó a latir con mayor intensidad. Shakti apareció y al reconocerme, me abrazó sin pronunciar palabra alguna. Aunque intenté aparentar tranquilidad, los nervios y la emoción me invadieron cuando vi a Shakti nuevamente después de dos años. Ella era la única persona con la que había conectado verdaderamente, en cuerpo y alma. Nuestros ojos se encontraron y un escalofrío recorrió mi cuerpo, como si estuviera reviviendo aquel momento en que nos conocimos por primera vez. Comprendí que no era una coincidencia.

Me invitó a entrar y me acomodé en el sillón. Conversamos durante unos minutos, compartiendo rápidamente nuestras experiencias de los últimos dos años. Reímos. Me ofreció un vaso de vino y ella se sirvió uno también, bebiéndolo de un solo sorbo. "¿Te gustaría escuchar música?", me propuso. Sacó un CD y puso "Just The Way You Are", interpretada por Diana Krall. Era como si nos hubiéramos conocido toda una vida, y estaba seguro de que ella sentía lo mismo.

"Mis padres ya no viven con nosotros, ¿te gustaría bailar? Un día te dije que muchas de las cosas que suceden no son meras coincidencias", afirmó. "¿Crees que nuestro encuentro estaba destinado?", le pregunté. "¿Has pensado en mí?", fue su respuesta. "Nunca te olvidé", le confesé. Tras este reencuentro mágico, supe que mi relación con Shakti estaba destinada a convertirse en algo mucho más profundo e importante que cualquier vínculo pasajero. Shakti me veía no como una mujer ve a un hombre, sino como un alma que reconoce a su igual. Dejó de abrazarme y me miró con aquellos ojos felinos que tanto me cautivaban y se retiró a su habitación pidiéndome que la espere.

Después de unos minutos, me llamó: "¡ANTONIO!, ¿PODRÍAS AYUDARME?". Subí a su habitación. Cuando entré, cerró la puerta y apagó la luz. La habitación estaba impregnada con el aroma del loto y apenas distinguí su mirada iluminada por la luz de la luna. El aroma a incienso y la luz de luna en la habitación creaban una atmósfera mística. "Sabía que regresarías", me dijo. Y yo sabía lo que sucedería si volvía a verla. No todo en la vida es resultado del azar, como ella me había dicho. Simplemente, era mi destino. De algún modo, ambos lo habíamos sabido desde el primer instante. Cuando la puerta se cerró, supe que nuestro reencuentro era sólo el comienzo de una nueva vida. La luna llena bañó con sus rayos plateados los cuerpos sensuales de Rambha y Kamadeva.





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